8 abr 2025

1997 MIEL DE ABEJAS

Miel de abejas. Por J. C. MALUENDA R.
A Pepe
Contaba que la hija de mala madre le echó una maldición porque no la subió al coche y se cumplió. "Malas fatigas te entren", le dijo levantando su brazo derecho formando un ángulo recto dirigiendo todos sus dedos con el puño cerrado hacía él. Lo movía hacia arriba y hacia abajo con el rostro compungido acompañando la frase.
Había parado en un semáforo en rojo y de pronto apareció su delgada figura; más delgada era todavía su mirada de bruja.
—¿Vas hacia Alicante? —le preguntó. Era evidente que si estaba en ese semáforo y en esa dirección existía un porcentaje elevado de posibilidades que así fuera.
No —le contestó, mintiéndole. —Voy a Sax y además no acostumbro a subir a nadie—. Era falso, iba a Alicante y además suele subir a la gente. Pues cuando era más joven solía hacer autostop y le alegraba mucho que le subieran, sobre todo después de una larga espera moviendo el dedo. Pero ella no le gustaba. No le gustaba su delgadez, sus ropas, su bolso que escondía las jeringuillas para meterse la heroína y porque sabía que a los pocos kilómetros le diría que se la chupaba por mil pesetas; cinco mil si se la quería tirar. Sin olvidar, si se atrevía, jugar a la ruleta rusa con los anticuerpos del sida que era casi seguro que portaba.
Llévame hasta donde vayas, necesito llegar pronto a Alicante, es un asunto grave. Mi hijo se ha caído de la bicicleta y tiene un fuerte golpe en la cabeza: está inconsciente. Me lo acaban de decir en casa y al llegar al centro de salud la ambulancia se lo había llevado directamente hacia Alicante.
—No puedo llevarte—, respondió lacónico. Un amigo suyo, que viaja con frecuencia a Alicante, la subió y la hizo bajar a los pocos kilómetros por sus constantes y provocativas insinuaciones. Qué bien sabe mentir.
—Llévame no seas malo, haz una obra de caridad. Hazlo por mi hijo.
Lo siento—, respondió de nuevo lacónicamente. El semáforo se puso en verde y comenzó andar con el vehículo. Y en ese momento fue cuando le echó su maldición y pudo ver a través del retrovisor el gesto de su brazo derecho.
La carretera le distrajo con su concentración en la circulación y lo sucedido se volatizó de su mente. Subió el volumen para escuchar en el casete a Ketama y acompañarles en el estribillo de la canción que estaba de moda y llenaba de ganas de vivir. Su espíritu de amor y libertad era una gota fresca en esa primavera. "No estarnos locos - que sabernos lo que queremos - vive la vida - igual que si fuera un sueño - pero que nunca termina - que se pierde con el tiempo - ahí ¡ah!, ¡eh!, buscareeeee."
La escuchó un par de veces y la hubiera seguido escuchando si no hubiera sido por el reencuentro mental con la delgada bruja. ¿Y si fuera verdad lo de su hijo? Cuesta admitir no ayudar a las personas cuando el esfuerzo es tan irrisorio, como haberla dejado subir. Qué enfurecida se ha puesto y con qué rabia me ha maldecido.
De nuevo la carretera le abstrajo de sus pensamientos.
Llegó a Alicante y pasó la tarde resolviendo un par de papeleos para la empresa.
Antes de ir al aparcamiento para coger el coche y regresar, entró a un bar que le venía de paso a tomar una cerveza fría. Apetecían en esa época esos vasos escarchados con la cerveza rubia moviéndose dentro del cristal. Pidió uno de ellos y disfrutó cómo su estómago vacío se llenaba notando el helor en las tripas.
Serían las siete de la tarde cuando salió de Alicante. Bajó el cristal de la ventanilla para que entrara el esplendor apacible del ambiente.
De nuevo la distracción del conductor se apoderó de él con el tráfico rodado.
Su vejiga quería evacuar. La cerveza se mea enseguida. La próstata aguantó unos kilómetros pero al final tuvo que parar. Puso los intermitentes de avería. Un pino muy alto y hermoso llamó su atención en esa tarde primaveral, casi veraniega. Tenía que andar un poco, pero mejor así, la meada sería más íntima. La tarde era agradable, estaba quieta y le pareció seductor andar campo a través para mear bajo el pino. El verde de las oliveras, de los pámpanos de la vid, llegaban a las faldas de una montaña poco poblada de árboles que alargaban con su perfil el horizonte. A esas horas el cielo seguía siendo azul, pero pronto sería más pálido, cuando comenzara a abrir la sábana de la noche.
Estaba próximo al pino. Una alerta especial se despertó en su interior pero no le dio tiempo a reaccionar. Su frente, sus orejas, su nariz, sus pómulos, su cuello, se llenaban de picazos. Sus manos actuaban como látigos para sacudirse la procedencia de esos dolores tan continuados e insistentes. Sin saber de donde habían surgido. El desconcierto de sentirse atacado le hizo echar a correr moviendo sus manos y brazos como molinos para ahuyentar esos bultos negros como una habichuela que chocaban contra su rostro: ahora aquí, ahora allá, arriba, abajo, de nuevo arriba, ¡son abejas! Alguna pudo matar contra su cara.
—¡Socorro!, ¡Socorro!, ¡Socorro!—, gritó.
Corrió desorientado, perdió la noción del espacio y el tiempo. Era incapaz de vencer por sí mismo tanta sinrazón. A la avalancha de picaduras, corría y corría.
—Fuera de aquí! ¡Dejarme! ¡No os he hecho nada! ¡Puñeteras!
Cada vez se sentía más agotado y más entregado a la derrota, seguían picándole sin compasión. El agobio era terrible. Su razonamiento ofuscado, confuso por la pesadilla de salir o huir para que le dejaran de picar se transformaba en agonía por la impotencia de luchar contra alguien superior a ti. Alejarse del pino fue su liberación. La distancia acabó con el combate. Lo que las abejas protegían que sería su colmena, su reina, ya no corría peligro. Su rostro ardía por los aguijones y sus manotazos. Estaba agotado, muy agotado. Buscó con la mirada su coche. Deseaba estar en él. Fue a buscarlo campo a través sin acercarse un milímetro al pino. Se desabotonó la camisa y también tenía picaduras. Le temblaba el cuerpo, sentía escalofríos. Sentía náuseas. Vomitó dos veces antes de subir al coche. Condujo como pudo hasta llegar al centro de salud de su ciudad; a urgencias. Le contaron cincuenta y tres picaduras en brazos, cuerpo y rostro. Le inyectaron un antídoto para el veneno. Le dieron tranquilizantes.
Pasó una noche horrorosa, vomitando, con fiebre, frío y una sensación de miedo, recordando el pulular de las abejas cuando le atacaban.
Extraído de la Revista Villena de 1997

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