La Casa. Por L. MENOR VALIENTE
I
Yo quisiera recordar,
movido por la querencia,
aquella casa habitada,
poblada, por la presencia
de tanta persona amada.
Adelaida, tía Isabel,
la pequeña Estefanía
sentada en un escabel,
contagiando la alegría
su risa de cascabel.
Y la sombra del abuelo
seráfico y patriarcal,
flemático, cano el pelo,
con su arrogancia habitual
y la mirada en el cielo.
Aquel porche, amplio y bizarro,
el hueco de la escalera
con los botijos y el jarro
de la fresca cantarera
rezumando agua del barro.
La campana, que temprano
resonaba con contento
desde la alcoba al rellano,
anunciando el nacimiento
de la hermana o del hermano.
El reloj en la repisa,
continua respiración
marcando la hora precisa,
como late un corazón
monorrítmico y sin prisa.
Testigos de mis andanzas,
los rincones del desván
con el baúl de las mudanzas,
donde viajaba mi afán
equipado de esperanzas.
Mi labio apuntando el bozo,
mi incipiente pubertad
con un estrenado gozo,
las ansias de libertad
saturadas de alborozo.
El aroma de frambuesa,
el sabor del rancio vino
y de la masa en la artesa,
el blanco mantel de lino
sobre el mármol de la mesa.
El patio, vergel, maceta
de hortensias, begonias, lirios,
el rumor de la placeta
exaltando los delirios
de mi adolescencia inquieta.
La gata en la mecedora
runruneando una nana
Y esa luz deslumbradora
que filtraba la persiana
haciéndola acogedora.
Y la velada hogareña
en la sala, cuando el fuego
hacía crepitar la leña,
con un inmenso sosiego,
II
Cómo quisiera olvidar,
manantial de mi vivencia,
esa casa abandonada,
despoblada, por la ausencia
de tanta persona amada.
Con la carga de la edad
las estancias arrasadas
por el tiempo sin piedad,
renegridas las fachadas
lamidas por la humedad.
Las ventanas sin dosel
el musgo por todo adorno
inundando el patio aquel
y la huida sin retorno
de Adelaida y de Isabel.
Si acaso la mueve el viento
que proviene del arcano
la campana, hoy sin acento
es un sollozo lejano
que suena como un lamento.
Los balcones carcomidos,
los portales vaciados
de recuerdos tan queridos
y cuajados los tejados
de gorjeos y de nidos.
La escalera, donde extraños
los pasos suenan sin eco
evitando los peldaños,
descendiendo por su hueco
la amargura de los años.
Oculto tras de su esfera
el reloj, que se paró
en un minuto cualquiera
y a continuar se negó
como alguien que nada espera.
En el desván, entre cañas,
instalaron sus telares
laboriosas las arañas
y, emigrando a otros lugares,
se olvidaron mis hazañas.
Se enmohecieron las rejas,
las ventiscas y aguaceros
resquebrajaron las tejas
que al compás de los aleros
se fueron haciendo viejas.
Aquel balcón soleado
donde el viento rasgó el toldo,
el hogar, siempre apagado,
sin el más leve rescoldo
del fuego que fue sagrado.
Al contemplar el acoso
del tiempo sin caridad,
recuerdo que fui dichoso,
viviendo en cautividad
sólo anhelo algún reposo.
Y cuando mi mente piensa
que su ruina se reviste
de soledad tan intensa,
siento una congoja triste,
siento una añoranza inmensa.
Extraído de la Revista Villena de 1995
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