25 sept 2024

1995 LOS «TONTOS» DE MI PUEBLO

Los «tontos» de mi pueblo. Por J. MENOR VALIENTE
Es curioso, cuántas cosas aparecen olvidadas en el desván de los recuerdos, en ese cuarto trastero de la memoria donde se van almacenando, una vez vividas, todas las experiencias, todos los sucesos que una vez pasados nos estorban y arrinconamos en ese socorrido cuarto de las cosas inservibles. Pero llega un día en que por hastío, aburrimiento o curiosidad, nos ponemos a rebuscar y encontramos un recuerdo polvoriento, semioculto por las telarañas, que ya no nos acordábamos de que existía y entonces lo separamos de los demás trastos viejos, lo contemplamos con añoranza, lo pulimos, le sacamos brillo y empieza a refulgir nítidamente y la luz que despide nos disipa la niebla del tiempo y aparecen claramente ante nuestra imaginación, todo un cúmulo de vivencias, de sensaciones, de momentos vividos con anterioridad y las pequeñas cosas cotidianas, a las que nosotros no les dimos valor, cobran consistencia, volumen y se transforman en sucesos trascendentes que marcan una época en nuestra vida.
Mi cuarto trastero está abarrotado de vivencias adormecidas, empañadas, y carezco de valor, de energías y de ánimos, para hurgar en estos recuerdos, desempolvarlos y sacarlos de nuevo a la luz. Algunos me llenarán de melancolía y nostalgia, otros abrirán viejas heridas cicatrizadas, quizás otros me hagan sonreír con benevolencia considerando su magnitud empequeñecida por el tiempo, pero todos ellos me traen el recuerdo de otras épocas.
Uno de los lugares mas entrañables de mi infancia, quizá fuera la plaza de las Malvas, en la que viví en diversas épocas de mi vida. La «placeta» era sombreada y recoleta, con aquellos copudos plátanos que parecían trasplantados de los jardines de Academo, en la antigua Grecia y cuyas hojas pedunculadas de bordes puntiagudos, cubrían en el otoño el suelo con una espesa alfombra crujiente y dorada. La fachada del asilo de los ancianitos desamparados, abría su portalón en la acera de enfrente, con su bello estilo entre barroco y neoclásico y a través de los cristales de los vetustos balcones, entre los cuales campeaba el blasón de los antiguos propietarios, timbrado con corona marquesal y Cruz de Santiago, se divisaban las tocas de las hermanitas, inclinadas sobre sus labores en las horas de asueto. El templete de la música, de madera pintada de verde, con su escalera de cuatro peldaños que era desmontado al acabar la feria, era invadido por la chiquillería que lo transformábamos en plaza de toros para nuestros juegos infantiles y, en el centro de la plaza, como un hito, se levantaba la característica fuente, con un botón dorado en el frente, donde había que apretar para que manara un chorro de agua fresca en verano y templada en invierno.
Al llegar el mes de octubre, cuando empezaban a desprenderse los primeros madroños, la «placeta» aumentaba su encanto con la salmodia de sus rumores peculiares. El chirrido de la rueda de la carretilla de la «Tía Triza» que, arrastrando sus cansados pies, pregonaba su mercancía... «tierra de quitar manchas y arenica». El carbonero, tiznado, haciendo entrechocar las cadenas de su balanza, pesando por kilos el carbón para los hornillos y cisco para los braseros, lanzando con voz atiplada su pregón, «carbooón". «Arrope y calabazate», gritaban los vendedores foráneos, llevando del ramal la caballería cargada con la albarda donde transportaba su dulce mercancía. Y en cualquier momento inusitado, cuando menos se les esperaba, procedente de la calle de la Congregación o de la calleja que bordeaba el convento de las monjas encerradas, aparecía alguno de los «tontos». Porque mi pueblo, como casi todos los pueblos, el mío no podía ser una excepción, ha tenido sus «tontos» o personajes célebres que se han hecho famosos por su rareza o excentricidad, pues los que se han encumbrado por sus dotes heroicas, artísticas, políticas o intelectuales, ya tienen sus biógrafos que se ocupan de sus vidas y las relatan para la posteridad.
Yo recuerdo a estos personajes, algunos difuminados por el correr del tiempo y cuya imagen apenas perdura en mi memoria. Este es el caso de «Antón el Judío», hampón de mi niñez, vagabundo empedernido, con una hirsuta pelambrera y enmarañada barba, con su haraposa chaqueta al hombro, una de cuyas mangas atada a un extremo en un cordel, le servía de zurrón para ir guardando los mendrugos de pan. Decían de él que era un filósofo, un moderno Diógenes y de seguro que si alguien le hubiese tentado ofreciéndole beber el Chipre en copa de oro, hubiese respondido que prefería beber el agua límpida de la «fuente de los burros» en el cuenco de sus manos y así vivía feliz sin nadie que se interpusiera en su camino y con su sombra le ocultara el sol.
«Pepica la Platera» que a pesar de su nombre se trataba de un varón, individuo invertido, que en sus buenos tiempos había sido vendedor de joyas y objetos de oro y plata y había descendido a los escalones más bajos de la sociedad, mendigando y sin perder sus hábitos amariconados y su lenguaje afeminado. «Coleto», «Pijoto» y algunos otros que conocí de referencia. Pero entre todos ellos, la pareja que más recuerdo eran «Josefica la Tonta» y «El Tano».
«Josefica», llamada también «La Patricilla», no era tan tonta como parecía y a ella se le podía atribuir aquella copla que decía: «A mí me llaman el tonto, el tonto de mi lugar, todos comen trabajando y yo como sin trabajar». Era menuda, un poco estrábica, fea, y se contoneaban al andar, sobre todo cuando se sabía observada. A casa iba a veces a pedir comida o ropa a mi madre, a la que asateaba con sus peticiones, siempre interponiendo la palabra «señorita», pues para ella todos eran «señoritos» y «señoritas», ya que con este tratamiento creía conseguir más dádivas. Siempre llevaba en prevención un capazo de esparto para ir almacenando las diversas prendas y restos de comida que iba recogiendo de la caridad. Mis amigos y yo nos burlábamos cruelmente de ella y le cantábamos aquel estribillo que algún vate maligno y malintencionado, le había dedicado:
Josefica la tonta, rabia y patea
porque todos se casan y ella se queda, 
y su madre le dice: calla, demonio, 
que el tapón de la balsa será tu novio.
Era de edad indefinida y por su apariencia imposible de adivinar sus años, pues con el transcurso del tiempo continuaba inalterable... Un día dejé de verla, ignorando qué sería de su suerte. Moriría oscuramente, sola y sin la compasión de nadie.
El otro «tonto» era «El Tano». «El Tano» era un ser deforme que, cuando se acercaba a las gentes poco piadosas, le huían con repulsión y había que tener mucha caridad, voluntad y ánimo, para soportar su presencia. Andaba cojeando y su aspecto era monstruoso, una de las manos la tenía agarrotada y carecía de dedos en ambas, ya que la terminación de ellas era un muñón, un amasijo de carne deforme sin uñas y sin articulaciones. También tenía un ojo en la parte de atrás de la cabeza, o al menos eso decían, lo cual debía de ser cierto, porque a simple vista se le divisaba un pelado en el cogote y en el centro una hendidura del tamaño de un ojo, rodeada de un cerco de pelos que parecían las pestañas. Nunca tuve el valor suficiente de comprobarlo, aunque personas competentes aseguraban que era cierto. A mí me inspiraba compasión, pero le rehuía cuando se me acercaba con alguna petición. «El Tano», al contrario que «Josefica» tenía familia, le querían mucho y su madre, que lo adoraba, era capaz de comerle los hígados a cualquier persona que intentara lastimar a su «Tanico».
Mención aparte merece «La Petra» que era fea como un demonio. Había sido adoptada por un matrimonio que carecía de hijos y tenía un aspecto más humano. Cuando en nuestros juegos disputábamos carreras para ver quién llegaba antes a un sitio determinado, invariablemente, nuestro grito para iniciar la salida era siempre el mismo: «el que llegue el último, su novia «La Petra» y ello nos servía de acicate, de estímulo, para redoblar nuestros esfuerzos y no llegar retrasados a la meta, evitando de esta forma aquella ignominia que nos marcaba como un estigma.
Todos fueron desapareciendo, siendo relevados por otros seres miserables, escarnio y oprobio de la humana condición. Yo quisiera resarcirles de todas las vejaciones, burlas y sarcasmos que recibieron en su aperreada vida, rindiendo un emocionado recuerdo a aquella pléyade de desarrapados y pedirles perdón si alguna vez, inconscientemente, me burlé de sus estrafalarias, pero no por ello menos humanas, personas.
(Del libro inédito «Memorias»)
Extraído de la Revista Villena de 1995

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