El espíritu de la Navidad. Por PEPA NAVARRO RIBERA
A veces, narrar una historia, supone un doloroso y vehemente esfuerzo por decir. Otras es un balbucearte y tímido intento de contar. Pero la mayoría de las veces, una historia supone una puerta abierta, un punto de partida para iniciar la búsqueda de nuevos caminos, otras lecturas ocultas entre líneas, miles de espíritus latentes y agazapados en las palabras, que verán la luz sólo por el discernimiento personal del lector que actúe como catalizador de los elementos que se le dan. Así, cada análisis puede ser único, como son irrepetibles los matices y las luces de cada amanecer.
Tener no es signo de malvado, y no tener tampoco es prueba de que acompañe la virtud, pero el que nace bien parado en procurarse lo que anhela no tiene que invertir salud...
Ya ha anochecido en la ciudad. Sólo las habituales farolas del Ayuntamiento y los neones navideños iluminan las calles y plazas casi desiertas. El frío, instalado definitivamente con la nueva estación, es el protagonista de la noche, y las aceras apenas están transitadas, siendo los coches los únicos que se atreven a desafiar el gélido aliento invernal.
Pero en la calle Mayor, todavía queda un transeúnte. Mejor dicho, una habitante «natural» de la calle. Es un niño harapiento y sucio, un mendigo de cabellos revueltos y cenicientos, de polvo acumulado en las orejas frías, rojas y asustadizas. Hambriento y solo, se ha refugiado en un portal, mirando fijamente el escaparate del centro comercial más grande y concurrido durante todo el año «COMPROTODOY-GASTOMAS». Se aproxima hasta la puerta de entrada en silencio. Y el cristal pegado a su carita menuda y flaca le moja la mejilla aterida de frío, pero sus ojos escrutadores vigilan el interior del establecimiento.
Allí apilados, los inanimados objetos del deseo, se acumulan en estanterías interminables que tocan el techo. Los precios de plástico amarillo, entrelazados en fraternal camaradería, ostentan ofertas de engañosos nueves. Las cajas registradoras, seis en total, bostezan en un adormecimiento bien merecido, pero la pesada digestión de tantos billetes de banco no les deja conciliar el sueño. Los carritos de ruedas, derrengados, se han quedado muertos de cansancio en un rincón oscuro y húmedo, y sus desvencijados hierros chirrían en el silencio impuesto por el cierre comercial.
Todo parece quietud y normalidad. Ya en la calle, la noche densa ha cubierto los tejados y paredes. Las esquinas esconden una zozobra de silencio que no se irá hasta el amanecer, cuando las gentes salgan, otra vez, a crear un bullicio de normalidad entre coches, camiones, malos humos y prisas, muchas, muchísimas prisas por llegar a...
El niño sucio, el mendigo, sigue pegado al cristal de «COMPROTODO...», respirando su propio aliento y besando sus labios fríos, porque son los únicos que conoce y se imagina que son lo único que le puede acompañar. En ese silencio que ya no le asusta, sus sentidos, entrenados para la carrera, alerta siempre al peligro de la calle, perciben un movimiento en el interior del local.
Todo ha empezado en la estantería de los turrones. Muchísimas variedades se amontonan en precario equilibrio, pero sobre todo los chocolates. Los hay de pasas, guindas, licores diversos, frutas, nueces, almendras..., con todo, todo lo que se pueda imaginar. (Aquí me permito un inciso para preguntar, ¿existe algo, algo «pagable» que quede por inventar para hacer de la Navidad la época más feliz para las personas de «buena voluntad» y mejor economía?).
De repente, una pastilla de turrón blando, meloso y dulcísimo ha sacado medio cuerpo fuera de su caja dorada y negra y se ha preguntado en voz alta, o mejor dicho, ha preguntado en voz alta a todos en general y a ninguno en particular:
—A ver, ¿puede alguien decirme de qué me sirve a mí ser el «turrón más caro del mundo», si probablemente acabe descuartizado por el suelo del cuarto de unos niños o muertecito a trozos en una bandeja de plata, pegajoso y duro cuando acabe la Navidad? ¿Puede alguno de los aquí presentes, explicarme por qué tengo que acabar donde nadie va a apreciarme ni a saborearme, donde no se me necesita? A ver, ¿puede alguno de vosotros decirme...?
—Calla, calla, hombre —le contesta desde la sección de lencería un bonito par de medias de seda negra, rematadas con satén brillantísimo y una liga de lo más coqueta y engorrosa— a fin de cuentas o acabas en la basura o en el W.C. Tu destino no tiene otro camino. (¡Ah, ya me salió la vena poética!). Pero yo, ¿podrías decirme tú, filósofo turrón, decirme a mí, con mi linaje y mi apellido, con la delicadeza de mi tejido (¡otra vez!) y con la fragilidad de mis nervios, pero sobre todo con mi precio, podrías decirme en definitiva cómo podré soportar un enorme culo celulítico y unos muslos elefancíacos que me deformarán toditas las costuras el día de nochevieja a más tardar? Seré, con casi total seguridad, el regalo de un marido convencional y poco imaginativo, el regalo a una esposa no mucho más divertida que él, pero sí más lista, que se habrá buscado a otro más original que su marido para que se las quite, y éste, en un larde de atrevimiento que posiblemente no tenga nunca con su propia esposa, le desgarrará las medias innecesariamente cuando logren encontrarse en un lugar adecuado. Y no hace falta que te recuerde, que esas medias que sufrirán la bravuconería del amante de la mujer cuyo marido le regaló las medias, esas medias, esas tristes y desgraciadas medias, de cruelísimo destino, de fatal desenlace, ésas, en este momento están hablando con el corazón en la mano y las lágrimas colgando de la liga derecha. Claro, que si yo fuera un par de medias de espuma o poliamida, posiblemente tendría una esperanza de vida algo mayor, en el cajón de alguien que me apreciase más, pero así...
—Tú eres una cursi, una presumida y una pretenciosa —dice un sujetador colocado sobre un busto de plástico también en la sección de lencería —seguramente tendrás tanta suerte, que te quedarás ahí, compuesta y sin dueña. Pasarás el resto del invierno y también la primavera en tu caja bien tranquilita, y el año que viene te venderán en las rebajas a alguna chica que te trate decentemente, pero yo... no podéis imaginar lo que sentí en la fábrica donde me confeccionaron, cuando me dijeron, mejor dicho, cuando vi que mis tirantes y las demás piezas que me componen iban a parar directamente a la cadena de los sujetadores de moda «TETATIESA». Yo tengo mis principios, ¿sabéis?, creí tener una misión algo más que estética, casi médica (de hecho, desde hacía mucho tiempo, mi vocación había sido llegar hasta las misiones, pero con el precio que me han puesto...) soñaba con viajar a campamentos africanos, servir a una dueña que me necesitase, pero ahora ya sé que convertida en una muleta sexual de alguna mujer neurótica, mi función será la que mi nombre indica: mantenimiento en alto de un par de tetas, inútiles atributos para alguna frustrada. Soy... ¡una bandeja de reclamo sexual! ¿Puede alguien decirme si existe una misión más vejatoria y humillante? Y no os cuento cuando finalmente me separen de mi portadora y las tetas vuelvan a colgar fláccidamente hasta casi el estómago, o desaparezcan sin el relleno «fantasía». Entonces quedará patente que yo sólo era un truco de magia, la espuma del champán, el artificio que se extingue y hace más cruel la realidad...
Desde la otra esquina, se oye la voz meliflua de una muñeca de rizado pelo rubio natural:
—Vosotros no sabéis lo qué significa la frustración y la inutilidad. Desde luego si yo fuera una muñeca corriente viviría durante muchos años, cuidada por alguna niña que me haría vestidos de retales y trenza con lazos multicolores, me acostaría en su cama y me cantaría nanas, me daría besos mojados de saliva y nunca se olvidaría de mí, y cuando fuese mayor... pero ¡basta de sueños! Me crece el pelo unos 2 kilómetros más o menos, con lo cual me pasaré los días con unas tijeras sobre la cabeza. Además hablo cuatro idiomas, tres dialectos, camino, corro, patino, hago gimnasia rítmica y aerobic, canto, sumo, resto y multiplico, hago pipí y caquitas inodoras en un orinal de porcelana china, eructo después de comer..., pero siempre pido perdón. Hasta en latín. ¿Cuánto os imagináis vosotros que voy a durar en manos de alguna relamida niña rica, si posiblemente en la primera pataleta me lance por el balcón hasta la piscina y precisamente no sé nadar? Si fuera una muñeca normal, mi longevidad podría no conocer límites, pero así... sólo me queda llorar, y mis lágrimas saben a fresa. ¡Es el cómo!
Así, uno por uno, los objetos inanimados han dejado de serlo, han desnudado su corazón en esa noche y han visto su vida y su destino reflejados en la frivolidad humana. Mañana o pasado serán sacados de sus huecos, comprados y pagados en la caja, cumpliéndose así el inexorable rito del consumo diario. Para que algunas gentes puedan seguir acumulando en sus armarios y despensas, en sus bancos y cajas fuertes, otros, muchos más, sólo podrán sentir el desprecio y el olvido, cuando no la brutalidad y el odio. Para que las guerras puedan seguir arrasando como un ciclón imparable y continuado, brotando de sí mismas, como de las brasas de una hoguera sin apagar. Para que la muerte violenta o el hambre eterna sean una noticia cotidiana, una pura estadística anual que no alarme a la población, que sean sólo elementos corrientes en el acontecer diario. Para que todo eso siga sucediendo, no tiene que cambiar la «cadena depredadora», porque si el más fuerte deja de pasar sobre el más débil, algo se rompe irremediablemente, y entonces el delicado «ecosistema» mundial se tambalea, para perjuicio de quienes lo inventaron.
Pero todavía en la calle Mayor sucedió algo más...
A las nueve en punto, como todos los días, ha abierto sus puertas el centro comercial «COMPROTODO...». La gente se apresura por los pasillos, corre, vuela, llena sus carros y ya hacia la caja. En la calle, se ha empezado a formar un corro de curiosos, y todos los clientes del supermercado que salen cargados se congregan alrededor. Ahora es casi una pequeña multitud que inunda la acera y se desparrama por la calzada. Una noticia, una magnífica noticia ha volado por encima de los tejados y ruidos: un premio importante de la Lotería de Navidad ha tocado en el barrio. La confusión empieza a ser terrible por los gritos y las histerias de los vecinos. Ha llegado también la televisión y la radio local. Pero algunos se marchan entristecidos o enfadados porque no han sido los afortunados. El niño mendigo está sentado en la otra acera. No comprende a qué se debe tanto alboroto, pero tampoco le importa. Sus pies descalzos juguetean con el asfalto frío y piensa que su estómago no podrá resistir un día más sin comer. Entonces un hombre, un desconocido, se acerca por detrás y le toca un hombro. Es también un mendigo. Viejo y tan desolado que al niño le duele mirarle porque puede verse a sí mismo en el espejo del futuro. Pero el mendigo le toma de la mano y lo levanta casi en volandas. Tiene un poco de dinero que le han dado en el corro de los agraciados y lo va a compartir con él. Entran juntos en el supermercado vacío, pues todos están en la calle y ellos se pasean libremente entre las estanterías que se llenan de un rastro de perfume y esperanza. Al final dejan el dinero en el mostrador de un cajero y salen sonrientes mientras mordisquean un trozo del turrón «más caro del mundo».
Extraído de la Revista Villena de 1995
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