El concierto. Por JOSÉ URREA DOMENE
«La música es una serie de sonidos que se llaman unos a otros», según San Juan Damasceno. Seguramente la escala musical es la mejor escala para escalar el cielo...
Nadie me admira tanto, entre todos los genios, como esos genios atrevidos, que apresan las notas en las redes del pentagrama. Ellos las ven vagar libres por el infinito espacio del cielo y ellos las atraen con la magia de su inspiración fascinadora, hasta hacerlas suspirar a través de cinco líneas, como en la reja de una cárcel.
Aves cautivas de extraños países, pintadas mariposas de otros mundos, pequeños átomos celestiales desprendidos como chispas de luz del fulgor de la gloria, me impresionan con su vago lenguaje, contándome bellezas fantásticas que jamás he visto, o que no recuerdo, y haciéndome aspirar la atmósfera embriagadora que las rodea, al impulsarme con su fino y suave contacto, esa vibración temblorosa del alma, en que nos mece el placer.
Y mi alma, arrastrada en la onda sonora, ve levantar ardientes sus ideas, como las arenas con el simoun del desierto, y allí se pierden en sus dilatadas espirales, emblema de un deseo sin fin, que nunca concluye, que no concluirá jamás, porque lo que busca es el infinito...
Y en verdad que es la música tan elevada sobre nuestro nivel que, al fluctuar nuestras sensaciones con su atracción, suele perderse y marearse el alma, resentido en su tirantez el lazo que nos aprisiona en el cuerpo.
Ve, en su aturdimiento, cruzar notas que se hieren y se completan, que contrastan y armonizan, que se llaman y se responden; suben y bajan en la onda de un arpegio, el compás las separa, el ritmo las une; ya ascienden melódicas al cielo, ya en fin se precipitan desde lo alto en armoniosa lluvia, llegando a ser para el oído admirado de un magnetizador la voz imperativa, que nos grita variable: ríe, llora, goza, padece, ama, reza...
Y el alma obedece:
¿Qué hombre grave, en oyendo un pasodoble no pierde su reposo con ese compás binario que parece que nos precipita y que nos empuja, haciéndonos resbalar por el pavimento, girando como un hermoso satélite?
¿Qué persona pusilánime y pacífica no cierra los ojos y corre al ataque al escuchar el himno guerrero? Es verdad, el alma obedece; pero interpretando esta voz con arreglo a sus aspiraciones y revistiendo sus preceptos con el tinte de sus ideas... Yo de mí sé decir, que de tal modo me domina su encanto poético, que la primera vez que interpreté con la Banda Municipal de Villena, a la cual pertenecí durante luengos años, interpreté: «El Coro de los Peregrinos», de R. Wagner, me pareció un coro de serafines.
¡Ah, el ser se halla loco, porque la razón no vuela tan aprisa como el entusiasmo; en un cielo desconocido, sin apoyo, sin norte, sin guía y sin sostén, ¿qué ha de hacer el alma, sino perderse, embriagarse y delirar?
No habéis escuchado nunca en un jardín primaveral al canoro ruiseñor, cuando las demás aves duermen, cuando la luna esparce sus plateados reflejos? ¿No habéis sentido vibrar aquellas notas silvestres en el silencio, como brillan las estrellas en la oscuridad de la noche?
¿No habéis oído cómo entrelaza sus trinos complicados, nunca iguales, con un apagado silbido en el que figura que enmudece de placer en el nido de su amada?
Este es el origen en la tierra de aquel arte de Orfeo y de Lino, cuando saltó del augusto trono de Apolo.
¡Gloria a la música! ¡Gloria a esa voz misteriosa de nuestra esperanza! ¡Gloria a esas áureas del cielo, que se internan a besar nuestra alma por el más casto de los sentidos!
Un concierto musical es el espectáculo más elevado, más puro y más conforme con la cultura de los siglos.
Extraído de la Revista Villena de 1995
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