11 ago 2024

1995 UNA CALLE

Una calle. Por ALFREDO ROJAS
Es esta una calle recta y amplia; de aquí, del segundo apelativo, la denominación inamovible, a despecho de nombres cambiantes, de vaivenes políticos, de santones al parecer paradigmáticos cuya fama se diluye en pocos años dejando solamente un eco al que la memoria se resiste a incorporar méritos. Calle de anchas aceras y árboles comedidos, conscientes de que no han de estorbar la visión de quienes se asomen a ella desde balcones y ventanas: la mancha estricta de verdor y basta.
En las paredes de las casas alterna el simple paramento con cristaleras diáfanas; a través de estas últimas se nos ofrecen infinitos productos con diversas funciones. De vez en cuando, sabiamente colocadas, nunca contiguas pero sí próximas, las omnipotentes oficinas bancarias, con ancho y confianzudo mostrador interior y ventanillas de gruesos cristales, en las que apenas queda un espacio inferior por donde se desliza el dinero. Y más comercios, con mil objetos, indispensables e innecesarios a la vez. En el centro de la calle, en la calzada, la turbamulta de automóviles en una y otra dirección, incansables, ruidosos, movidos por conductores dóciles a los reflejos condicionados adquiridos; pues unas luces de colores les hacen detenerse, otras les impelen a continuar hacia adelante o les llevan a efectuar el giro obediente establecido por la señal luminosa. Y las gentes, que caminan diligentes por una y otra acera hacia un lugar determinado; ajenas a todo lo que no sea el propósito que les llevó a lanzarse a la calle, indiferentes al cielo, a la luz, a los árboles; ausentes e impacientes, con sólo una lejana y distraída atención que les lleva a no tropezar con los demás. Muy pocos son los que usan del placer de andar y ver, de aspirar a recoger lo que les rodea, de contemplar los rostros de los demás, los múltiples objetos de los escaparates, de sentirse solamente una minúscula parte de un todo por desentrañar.
Quiero ahora evocar melancólicamente la calle Ancha de mi niñez, rememorar los recuerdos que son el único eslabón que me une a mi infancia. Porque no somos el mismo a lo largo de la existencia, sino entes distanciados y aun distintos; yo observo hoy desapasionadamente, como algo ajeno, al niño que fui ayer. Allí, entonces, en el centro de la calle, cuando la circulación rodada era casi nula y sólo de tarde en tarde pasaba un lento y desvencijado camión o un carro cuyo movimiento producía sonoros tableteos, jugábamos los chiquillos con pelotas de trapo, a la sombra de copudos árboles cuyas ramas entretejían un tupido dosel que cubría la calzada de tierra, de tierra elemental y autóctona. O bailábamos una peonza, que nosotros nunca apostillábamos como tal sino como trompa; o jugábamos a los cartones, a las bolas, o intercambiábamos estampas de las que salían de entre los envoltorios del chocolate. Al principio, en la acera de la derecha, había un taller de carpintería, que ha permanecido inalterable muchos años; más adelante, en la misma acera, se abría un amplio portón que daba paso al taller de un herrador: insistente tintineo de los martillos sobre el yunque, candente el metal, batido incesantemente por el constante golpeteo.
Seguían, grises, anónimas, las casas, grandes puertas, rejas en los huecos al nivel de la calle, ventanucos oprimidos por el friso de la teja inmediata, hasta que la calle se remansaba y se abría al llegar a la ermita de San Sebastián, en el centro de la destartalada e irregular plazoleta, donde hoy imponen su ley los semáforos gobernando el discurrir de gentes y vehículos. Allí, ancho el espacio, chaparras las casas, triunfaba el cielo y la luz. Cerca de la ermita había una fuente, con una pileta grande donde abrevaban las mulas, o los asnos, cuando al atardecer llegaban los carros desde el campo y la huerta. Nosotros, los chiquillos, durante el día, habíamos practicado en ella minúsculas naumaquias con improvisados barcos de papel, o cáscaras de nuez, o cualquier objeto que flotara y obedeciera dócilmente el suave impulso de los dedos.
La evocación me transmuta en el niño de ayer. En la bruma de recuerdos confusos junto a imágenes sorprendentemente concretas, aparecen, en aquel lugar, los campesinos que salían a esperar que alguien les proporcionara un mísero jornal para seguir malviviendo; antes, el que podía, se había tomado en una de las tabernas cercanas el ritual «calentico»; o tal vez la copa de coñac, de cantueso o de aguardiente al que llamaban matarratas. Vestían casi todos la clásica blusa negra y el pantalón de pana; en invierno, la prenda de abrigo solía ser sólo una bufanda. Y me asalta ahora la imagen vívida y precisa, que ha permanecido agazapada en la memoria tantos años sin hacerse presente, de aquellos «tapabocas» de lana que cruzaban el rostro, contorneando la cabeza de ojos abajo y se abrochaba con tres o cuatro botones delante de la boca. Solían concurrir por la zona «tíos valencianos», denominados así por el dialecto en el que se expresaban, que llegaban para comprar o vender productos del campo; y era indispensable la presencia de uno de los tipos más curiosos que recuerdo, cuyo lugar de operaciones era aquel y no otro en la ciudad: el «tirasacos», pieza obligada en las transacciones que allí se efectuaban. Este «tirasacos», con una campechanía oficiosa, con artificial cordialidad, intervenía en el «trato» y limaba diferencias en el precio cuando éste era mantenido tercamente y ninguna de las partes quería mostrar la debilidad de ceder. Participaba como invitado en el alboroque, la copa o los vasos de vino que sellaban la operación, y marchaba finalmente con los que la habían efectuado para llevar la parte más activa en la carga o descarga de la mercancía, para vigilar y anotar los pesos, ejercer como árbitro en las posibles diferencias y ganar con todo ello, por último, unas monedas. Aún recuerdo a alguno de ellos, otra vez la imagen dormida muchos años y recuperada ahora, con la rústica romana al hombro, inequívoca señal de sus funciones y pieza tantas veces necesaria para ejercerlas.
En esta agridulce rememoración, en este proustiano reencuentro con las viejas imágenes, me parece revivir la vetusta plaza, o dicho con más propiedad, el ensanche irregular conocido siempre como San Sebastián: pervivencia de las denominaciones acuñadas, presentes y válidas aunque el motivo que llevó a establecerlas no exista ya. Superpongo ahora la intuición al recuerdo: en las tabernas de la esquina se detendrían en la media luz de las amanecidas los que iban al campo «de pañico», andando o en el carro. Este «pañico» era el almuerzo y la comida, colocados en un pequeño saco de tela cuya boca se cerraba tirando de una cinta a ella ceñida y que se anudaba previsoramente. En la puerta de la iglesia, vuelvo a las lejanas imágenes, rendían viaje los entierros; allí, colocado el ataúd en una mesa que se sacaba para tal menester, rezaban las últimas preces los sacerdotes y volvían de inmediato a la parroquia. Quedaban allí los familiares del finado y el acompañamiento. Si los deudos querían ver al difunto por última vez, se levantaba la tapa; una breve visión entre zollipos apenas contenidos, un beso fugaz, constituían el último testimonio para el que ya era ajeno al placer y al dolor, el que había llegado al destino común e ineluctable. Nos acercábamos los chiquillos, si no nos apartaba un oportuno pescozón, para atisbar aquellos rostros exangües, amarillos, que no he olvidado aún. Se colocaba el féretro en un carro que lo trasladaría al cementerio y tornaba el cortejo hasta la casa desde donde había partido, en cuyo interior se situaban los familiares más cercanos y ante los cuales pasaban los que habían concurrido al entierro para «dar la cabeza». Se llamaba así a una leve inclinación, efectuada a la vez que se profería la casi inaudible fórmula de rigor.
Era ésta, la descrita, una calle de mi ciudad, o un trozo no más de esta calle, a la difusa luz de mis recuerdos, no sé si fieles. Quién sabe lo que hay de realidad o de inconsciente recreación en todo aquello que evocamos; cuánto hay en ello de lo que en rigor fuimos o hicimos y cuánto de lo que quisiéramos haber sido y no pudimos realizar. La memoria poetiza los recuerdos y olvida tantas veces lo desagradable, que cabe desconfiar de lo que nos ofrece. Al fin y al cabo, qué más da. Cierto es, sin embargo, que aunque el paso del tiempo desmorona las viejas remembranzas, lo que queda es la historia personal de cada uno de nosotros, intransferible e irrenunciable a la vez. Y como una constante, indefectiblemente, mis recuerdos tienen casi siempre el mismo telón de fondo: esta vieja ciudad a la que amo. Casas, calles, alfoz, parajes, rincones, paisajes..., mi Villena.
Extraído de la Revista Villena de 1995

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