El festero heroico. Por FRANCISCO ARENAS FERRIZ
Yo soy el que se comió en ayunas un carnero tablero y medio de pan, de vino cántaro y medio.
Cancionero Popular Villenense (Copla 2.159. José María Soler García)
En las páginas de esta revista, en las de otras de carácter similar o en las actas de los diferentes congresos de Moros y Cristianos resulta fácil encontrar amplias y variadas consideraciones sobre las fiestas de Moros y Cristianos en relación con los diferentes componentes de la vida social: fiestas y música, fiestas y religión, fiestas y arte, fiestas y economía, fiestas e historia, etc. Existe un aspecto, sin embargo, acerca del que no es posible encontrar más que referencias indirectas, cual es el de la relación entre fiestas y educación. Quisiera aprovechar la aparición de este nuevo número de la Revista Municipal de Fiestas para volcar aquí algunas deshilvanadas reflexiones sobre este tema, de importancia nada desdeñable desde mi punto de vista.
Para situar el tema conviene empezar señalando un hecho cuya misma evidencia no impide su frecuente olvido: no hay que confundir educación con institución educativa, formación con escuela. La educación está presente en todos los sectores sociales y, a veces, las mayores influencias educativas proceden de fragmentos del cuerpo social no controlados institucionalmente, tales como los medios de comunicación o el indefinido marco social. No se explicaría, si tal identidad existiese, la aparición en los jóvenes de hábitos que nunca han conocido en la escuela. Educar, también maleducar, consiste, fundamentalmente, en proponer modelos de conducta a quienes por su edad y circunstancias están todavía en proceso de incorporarse a la sociedad y no han ajustado aún su comportamiento a las reglas de convivencia del mundo adulto. Aunque la educación no es un fenómeno exclusivo de la juventud ni concluye cuando finaliza ésta, son los jóvenes los principales destinatarios de la función educativa.
Las fuentes de las que emanan aquellos patrones de conducta antes mencionados son múltiples y, a menudo, tales patrones chocan entre sí, porque la sociedad de la que proceden no está exenta, a su vez, de numerosas contradicciones. Una sociedad armónica y coherente sólo puede encontrarse, hasta el momento, en las descripciones de la literatura utópica. Las sociedades de carne y hueso, sobreviven desgarradas por sus conflictos y ya casi han renunciado a la posibilidad de alterar esa imperfecta e indeseable situación. En ésta en la que nos ha tocado vivir se pide austeridad, mientras se exalta el consumo o se predica públicamente honestidad, cuando en privado se multiplican las corruptelas. Vicios privados y virtudes públicas: todo un programa moral.
No es mi intención, empero, en las líneas que siguen, llevar adelante un análisis exhaustivo de tales fuentes ni una crítica de tales contradicciones. Únicamente me propongo llamar la atención sobre el indudable poder educativo —en cuanto generadora de modelos de conducta— que la fiesta posee.
Ponderar en estas páginas la importancia social de la fiesta sería un ejercicio tan retórico como innecesario. La misma aparición de esta revista, la única que actualmente edita el ayuntamiento, es un hecho si no relevante socialmente, sí al menos revelador de tal importancia.
El indiscutible alcance social, además, de otros fenómenos sobradamente conocidos y relacionados con la vida festera nos exime de esa tarea apologética. El lapso festero supone en este pueblo una tan gran metamorfosis del modo de vida ordinario que hace excusable cualquier defensa de su significación popular.
Ello no impide, empero, que se preste poca atención a la influencia —derivada, precisamente, de tal ascendencia social— que la fiesta ejerce en la conformación de los hábitos y actitudes de los jóvenes y, en consecuencia, que no se reflexione suficientemente sobre si tales influencias son o no aceptables. No es mi propósito en este artículo moralizar sobre la bondad o maldad de aquéllas, en cualquier caso. Simplemente deseo llamar la atención sobre su existencia y dejo a la consideración del lector el extraer las consecuencias de carácter moral que le parezcan oportunas.
La fiesta es tanto actualizadora de mitos y valores tradicionales, como generadora de otros nuevos. Su naturaleza, al igual que la de cualquier otra estructura social, está sometida a las transformaciones que las circunstancias históricas determinan. Los valores sociales cambian, también los que la fiesta transmite. No todo es tradición, por tanto, aunque tampoco todo es novedad; los extremos se compensan. (Divagar sobre las transformaciones que ha sufrido la fiesta o el festero es uno de los entretenimientos preferidos de aficionados y doctores en el tema, y fuente de algunas valiosas reflexiones en la metafísica local sobre la fugacidad del tiempo o la relatividad de las costumbres). También es la fiesta, y éste es el punto que me parece de mayor relevancia para el tema tratado, productora de modelos heroicos, especialmente atractivos para la juventud. Es el joven, dejemos esto bien sentado, quien más intensa y específicamente vive el tiempo festero. Aunque hay festeros niños, maduros y ancianos, el período vital de la fiesta por excelencia es la juventud. El niño acude al acto festero, en general, más por complacer el entusiasmo paterno o materno o por un explicable mimetismo con sus actitudes que obedeciendo a un impulso propio. Su diversión es el juego y sólo cuando la fiesta se convierte en juego, el niño disfruta; por lo demás se aburre, no entiende, se cansa y, en más de una ocasión, se duerme en el momento de mayor exaltación general; además, cuando el niño es demasiado precoz, hace cosas de adolescente y desentona. Pero el niño carece de autonomía moral y legal para poder ser arrastrado por la anárquica corriente que la fiesta supone; la fiesta infantil es una preparación de aspectos laterales del ritual festivo, un ensayo imposible de lo que vendrá después, no algo con personalidad propia.
Por su parte el adulto vive la fiesta, en buena medida, como una especie de tributo a la memoria de las hazañas festeras realizadas en los tiempos jóvenes, aquéllos en los que la fortaleza corporal —hoy disminuida o quebrantada— y la ausencia de ataduras sociales y familiares —ahora inevitables— permitían llevar adelante proezas que ya sólo se repetirán en la palabra de quien las evoca en el curso de un ágape o una juerga. El joven, pleno de vitalidad y carente aún de lazos institucionales es, por tanto, quien más plenamente goza de la fiesta al reunir las condiciones ideales para tal disfrute. (Los adultos que perseveran en actos y actitudes propias de gente de menos edad, no pueden evitar que un cierto patetismo les envuelva en su empeño por ignorar la invencible tiranía del tiempo).
Las pautas de conducta y los valores que la fiesta propone al joven están relacionados, naturalmente, con el modo de ocupar el ocio y de llevar a buen término la diversión. Pero desbordan pronto ese estrecho marco para impregnar otras partes de su vida de gran importancia como, por ejemplo, la manera de entender las relaciones con otros jóvenes, el modo de asumir la relación con las tradiciones y mitos del pueblo o el momento de decidir su independencia de acción frente a padres y mayores. Para mostrar a los demás, y demostrarse a sí mismo, que la hora de la autonomía ha llegado, el joven tiene que ejecutar algunas de las hazañas que ritualmente el tiempo de la fiesta le exige y que no son ni más ni menos que las que ha observado en otros o ha escuchado en las repetidas tertulias de tema festeril. El joven asume el realizarlas de modo casi inconsciente, pero, al mismo tiempo, con un singular e inexpresado sentido de la responsabilidad. Hacerlo le producirá la satisfactoria sensación de sentirse integrado en el grupo social al que pertenece. Por el contrario, mostrarse reticente en su ejecución conllevará dificultades para entenderse con una significativa parte de la colectividad y aun para hacer propias las señas de identidad del pueblo al que está vinculado.
Las hazañas que debe efectuar las conoce el joven sin que se le enseñen explícitamente y aunque no figuren en código normativo alguno: entre otras, resistencia física a la bebida o a la comida, fortaleza ante las agotadoras y constantes ceremonias del ritual festero, osadía en el trato con los jóvenes del otro sexo, ingenio, arrojo, un mayor atrevimiento y desenvoltura con respecto al modo de comportarse habitual y, en general, una enorme dosis de energía para soportar cualquier tipo de excesos. Quien hace todo ello con determinación entra de lleno en el deseado mundo de los héroes festeros y puede aspirar, incluso, a que sus proezas pasen a formar parte de la mitología popular que se perpetúa en los relatos repetidos año tras año con motivo de la llegada o simplemente de la rememoración de las fiestas. La fiesta tiene aquí, pues, en buena medida, la misma función que en las sociedades tribales tienen los llamados ritos de paso o de transición: marcar el paso de un status a otro en el curso de la vida del individuo.
No creo que haya en todo ello especiales dificultades. Es un hecho que la fiesta ha pasado a ser uno de los últimos refugios del mito y del rito en las sociedades modernas. Y también parece una realidad poco discutible que la sociedad sigue necesitando del mito y de diferentes formas de liturgia por más que la ciencia se empeñe desde hace muchos siglos en denunciar su irracionalidad. El asunto sugiere interesantes reflexiones en las que no es el momento de entrar. Volviendo, pues, a lo enunciado anteriormente podemos concluir que a través de la fiesta el joven conecta con los mitos que sostienen su comunidad y en la fiesta encuentra la oportunidad para llevar adelante el ingreso simbólico en el mundo adulto.
El problema estriba, según mi parecer, en la incompletud y parcialidad de tales procesos de integración. Paradójicamente se favorece el ingreso en las convenciones del mundo adulto en un momento en que, por definición, se niegan los valores de la vida ordinaria. La fiesta es, digámoslo una vez más, la negación del orden ordinario: ocio frente a trabajo, espontaneidad frente a convención, en definitiva, desorden frente a orden. Este desajuste puede causar en el joven la errónea creencia de que el comportamiento más propiamente adulto es el festero, que la madurez se demuestra funda-mentalmente remedando conductas de esta naturaleza.
En este mismo orden de cosas se presenta otra dificultad: el hecho de que los modelos heroicos se circunscriban casi exclusivamente al mundo festero y se ignoren o debiliten otros aspectos de la realidad: la cultura, el trabajo, la política, el deporte o la vida moral, para los que el joven también necesita de patrones ideales.
En resumen, lo que me parece digno de consideración no es el hecho de que los jóvenes emulen en el período festero estas o aquellas hazañas ni que la fiesta tenga para ellos unas diferenciadas características con respecto a los otros grupos sociales. Eso es tan inevitable como, probablemente, necesario. Lo que me parece preocupante es la reducción de los modelos heroicos a los modelos festeros, de las hazañas y proezas a extralimitaciones etílicas, físicas o normativas. Existen otros héroes a los que imitar y otras heroicidades que reproducir. La misma sociedad que proporciona confiadamente a los jóvenes aquellas pautas de conducta relacionadas con la fiesta, ha de ser lo suficiente responsable y ágil como para evitar que toda su propuesta se reduzca a ese amable pero limitado mundo festeril; de lo contrario no podrá quejarse si en el futuro la conducta del joven incurre en vicios que tienen una sospechosa familiaridad con determinados aspectos de la fiesta.
Extraído de la Revista Villena de 1993
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