Quién tiene la culpa. Por PABLO LAU
Cuando llegué, ya hace tantos años, a Villena para vivir aquí, no sabía lo que es un partido político -partidos de fútbol los había visto, los había jugado-, ni entendía de economía -a estas alturas tampoco-, y menos aún concebía lo que puede ser, es, o debe ser la organización de la sociedad, de la convivencia; para nada me preocupaba la supervivencia, mi bienestar y el de los demás. En mi mente era todo -la naturaleza (plantas, animales, mar, sol y cielo, ríos y montañas) y el hombre-, una unidad, un gran todo, en el que me sentía a gusto, haciendo de aventurero de la, en la, o por la vida.
En mi país de origen —Alemania de la postguerra civil europea con invasión de USA— estaba casi todo renovado y bien cuidado y, sobre todo, ordenado. Claro, allí también había tropezado alguna vez: con la raíz de un árbol cayéndome al suelo; a mi hermano, quien también quería patinar y no tenía talento para ello, le habíamos sacado debajo del hielo y por un agujero del lago helado; y yo había naufragado en alta mar en un barco muy mal hecho por mi hermano. Pero ni yo, ni nadie, buscaba o nombraba culpables. Yo creía en la buena suerte y maldecía la mala. Nada más.
Por ello no debe sorprender a nadie que me extrañaran ciertas cosas que observaba y me pasaban aquí, en Villena, nuevo lugar de mi desarrollo, que por diferente, me resultaba chocante. No me costaba nada acostumbrarme a nuevas cosas; bien pronto me aficioné al vino tinto, al anís seco de los campesinos madrugadores en ayunas; aprendí a gesticular, mover las manos al hablar, inclinar la cabeza, guiñar un ojo, echar piropos a las chicas.
Pero no conseguí concebir, admitir y con ello imitar la costumbre general de los hombres, de tirar en los bares las colillas, papelitos y restos de tapas al suelo; veía que de vez en cuando salía una mujer de la cocina —la misma que preparaba las tapas de carne y pescado para los hombres— a barrer, y los tíos no tenían ni la gentileza de apartarse de su aposento de codo apoyado en la barra, menos aún la de ayudarla. Pensaba y sigo pensando del mismo modo: consideré, dentro de mi lógica de niño un poco más que crecido, aquello un trabajo inútil.
Por otra parte, habiendo hecho pronto algunas amistades, que me mostraban su casa o la de sus padres, vi que allí había ceniceros en las mesas, nada tirado al suelo, todo limpio, tanto o más que en mi país de origen. Los mismos amigos que tiraban en los bares lo que sea a donde sea, se comportaban en sus casas de manera tan distinta. Claro, alguna vez hacía yo un comentario sobre aquello en un bar, y el propietario contestaba: «Vd., D. Pablo, tranquilo. En todo caso hay que barrer». «Vaya —decía yo—, cómo se nota que no lo haces tú, sino tu mujer». Naturalmente se mosqueaba el tío. Así me salieron los primeros enemigos en el pueblo. Menos mal que en la mayoría de los bares echaban serrín mojado con aceite al suelo antes de barrer, pero en otros levantaban una polvareda enorme por no usar serrín, de modo que la mitad del polvo del suelo se volvía a posar sobre la barra, las copas, sillas y mesas, mientras los clientes se tragaban el resto que quedaba flotando en el aire. Era una suerte para la barrendera si entraba un perro sabio, vagabundo y hambriento para comerse a tiempo los huesos y restos de carne tirados al suelo, o una gatita para robar las espinas dorsales de las sardinas. Ahora te encuentras con carteles que dicen: «Prohibido entrar perros». Por entonces había otros: «Prohibido cantar y escupir al suelo». Bueno.
Un día, andando por la Corredera, acompañado por un amigo, tropecé, casi caí al suelo de nuestro mundo. Perjurando me salió: «¿Eso qué es?», y mi amigo: «¿No lo ves? Un buen agujero. La culpa la tiene Franco».
Yo ya sabía mientras tanto quién era Franco, y contradije a mi amigo: «Y el Alcalde, qué?». Fui al Ayuntamiento y hablé con el alcalde respecto al agujero; aquél me razonó: «¿yo, por qué? La culpa la tenemos entre todos, o tu amigo tiene razón: la tiene Franco. Es muy fácil echar la culpa de todo a uno solo. ¿No te parece?».
En general me acostumbré con facilidad a la forma de vida de aquí: trasnochar en verano, jugar al dominó y al billar, pasar ratos largos en los bares, charlar mucho con la gente, «alternar», palabra que resume todo. Pero no conseguí aficionarme a la ensalada rusa, no sé por qué, pues sigue sin gustarme hasta hoy.
Creo que ya conté en otra ocasión que había hermosos árboles a lo largo de la Corredera. No sé si sabéis que los muros de Santiago estaban repletos de nidos de golondrinas. El desarrollo tecnológico, industrial y económico las echó del pueblo, el ruido y los gases de los automóviles. No creo que se hayan ido por razones sentimentales y psicológicas —mala gente no somos los de aquí—, pues ellas suelen notar si se las quiere o no. Bueno, son cosas que no podemos evitar.
Pero otras sí tienen solución, si queremos: no sacar las bolsas de basura a deshoras a la calle para que gatos y perros tengan mucho tiempo para romperlas y saciar su hambre; no romper botellas de vidrio en la calle; no tirar lejía a las balsetas del «Parterre» para que se mueran los peces rojos y dorados y mis amigas las ranas, que solían encantar las noches cálidas con sus llamadas de amor; no romper las papeleras públicas; no...
No sigo. ¿Para qué? ¿Para qué ensuciar más papel blanco? Más vale que escriba una poesía a una amiga lejana, o que disfrute de los últimos rayos del sol que hacen brillar los chorros de agua de la estatua de Chapí, que aún llegan hasta mí a través de las hojas nuevas y las ramitas de los árboles, esta tarde de primavera que no sabe nada de «la crisis» ni de la muerte de Hipólito; o que siga observando los saltitos que dan mis amigos los gorriones, buscando comida en el suelo al otro lado de la cristalera, tan golfillos que son, casi más que yo, pero mucho más graciosos y alegres. ¡Un brindis para ellos!
Extraído de la Revista Villena de 1993
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