LA HISTORIA OLVIDADA Por Alfredo Rojas
Villena es una ciudad con una dilatada historia, superada, no obstante, por una prehistoria brillante y singular, puesta al descubierto durante los últimos cincuenta años por la gigantesca labor de José María Soler, En cuanto a la historia se refiere, ha sido objeto de estudio a cargo de diversos villenenses —Soler también entre ellos—, que han dado a conocer numerosos datos y circunstancias referentes a nuestro pasado.
Desde el siglo XIX se está investigando, desde varios ángulos, esa historia local. Fuentes de la más variada índole han sido objeto de pacientes pesquisas con el fin de descubrir referencias a nuestra ciudad; no poca información se ha encontrado, como es lógico, en el archivo municipal, y diversos trabajos constituyen el fruto de tales investigaciones y de los hallazgos a que han dado lugar.
Sin embargo, es curioso consignar que uno de los períodos más apasionantes y a la vez más trágicos de esa historia ciudadana, se ha mantenido prácticamente en silencio. 1 refiero a la guerra civil española que transcurrió entre 1936 y 1939. No son desdeñables también, como objeto de investigación y estudio, los tumultuosos años de esa misma década anteriores a la contienda y la difícil época que siguió tras ella, jalonada por muchas y aun terribles dificultades.
Hay un libro excelente, editado en 1989, del que es autor Fernando Costa Vidal, titulado «Villena durante la segunda república». Con numerosos datos e información acerca de este período en nuestra ciudad, abarca estos cinco años solamente, como el título indica. Después de él, la única referencia escrita que conozco, es un artículo de José María Soler —no podía ser otro— publicado en el número extraordinario de «Día Cuatro que Fuera...» del año pasado, en el que Soler se refiere a su cautiverio en el sótano de un céntrico edificio local, como preso político, en las semanas siguientes a la terminación de la guerra civil. En dicho trabajo da a conocer, incluso, con letra y música, una canción que compusieron y cantaban los reclusos para entretener sus forzados ocios, o quién sabe si para disimular o alejar sus temores. Pero creo que nada más se ha escrito ni ha habido otros testimonios, a pesar de que los acontecimientos y las peregrinas circunstancias que se vivieron durante esos años justifican plenamente que se hubiera dejado constancia escrita de los sucesos de aquella la época.
No es fácil el análisis o la interpretación de ese silencio en las últimas décadas. Se justifica más fácilmente en los perdedores, pues en la dilatada época que gobernó el sector que obtuvo la victoria en 1939, las características políticas impidieron cualquier manifestación pública de quienes sufrieron la derrota. Más difícil explicación tiene la actitud de los vencedores, en el concreto aspecto al que me refiero, pues se limitaron a exaltar los valores de su credo y no hicieron historia local en modo alguno. Así, tirios y troyanos, actores y espectadores de excepción que representaron en nuestra ciudad a las dos Españas, como decía Machado, no han dejado testimonios de cuanto sucedió entonces.
Yo era muy niño en los años anteriores al 36. Apenas nada recuerdo de aquel tiempo, y solamente hay en mi mente esas fugaces instantáneas sin relevancia que quedan de nuestros primeros años. A esa edad, la memoria es caprichosa; no entiende de valores, no jerarquiza lo que llega hasta ella y retiene solamente, por lo general, algún episodio anodino, olvidando lo importante o trascendental. Sí recuerdo, en cambio, que a mediados de julio del 36 enfermé de sarampión; que estuve en cama varios días durante los cuales me visitaba D. Regino Arenas, padre del también médico D. Pascasio Arenas, de todos conocido. Sí, en efecto, todos los días a pesar de ser un vulgar sarampión; los médicos, entonces, actuaban así. De aquellas visitas de D. Regino a casa guardo algún pintoresco recuerdo que no viene al caso citar. Cuando, vencida la enfermedad, me levanté y me asomé al balcón, vi en la esquina de la calle, en el centro de la intersección, en actitud de arrogante vigilancia, un miliciano con una escopeta. Había comenzado la guerra.
Hasta mí, pese a mi niñez, llegaron los ecos de incendios y tropelías. Ardieron parcialmente iglesias y se asaltaron las casas de familias acomodadas. Yo vi montones de muebles y ropas en medio de la calle; recuerdo haber visto igualmente la iglesia de San Antón repleta de enseres y objetos heterogéneos hasta la misma puerta, los cuales se llevaron allí, seguramente, desde las casas de gentes que habían sido encarceladas o habían huido. En la pequeña bodega de lo que fue después «La Espuela» y hoy restaurante «El Rinconcico», había libros a millares, solamente, libros. Los chiquillos violentamos la ventana por donde los carros descargaban la uva, y me recuerdo, junto a otros niños, andando por encima de los tomos, informemente amontonados.
Dos palabras se utilizaban constantemente y definían a situación ciudadana: incautación y colectivización. Por lo que puedo recordar y colegir después a la luz de recuerdos e impresiones inconexas, se incautaron casas, iglesias, industrias, comercios, bienes, propiedades. Y diversas actividades se agruparon en sistema colectivo. Recuerdo que las peluquerías de caballeros, abundantes entonces en nuestra ciudad, se agruparon en tres o cuatro amplios salones en cada uno de los cuales había diez o doce peluqueros; además de ellos, y en una mesita central, un «encargado» daba números para establecer el turno, distribuía los clientes y cobraba los servicios. En el hoy Colegio de las Paulas, en la Corredera, vi dos o tres veces, en el piso principal, las «sastrerías colectivas», con amplios mostradores y muchos hombres y mujeres manejando piezas de tejido en un incesante ajetreo.
La guerra empezó pronto a dejar sentir sus horrores también en Villena. Hubo varios bombardeos que hoy resultan casi risibles. La alarma aérea la señalaban las campanas de Santiago en un incesante y nervioso repicar, los alumnos de la escuela que había en la plaza de las Malvas, salíamos rápidamente por clases, conducido cada grupo por su respectivo maestro y al abrigo de la pared nos llevaban al asilo, donde, en un reducido sótano, nos apiñábamos todos, más divertidos que medrosos. Pasada la alarma, volvíamos a la clase y contemplábamos desde las ventanas, las evoluciones, en vuelo muy bajo, de los «nuestros», los aviones o más bien el avión que había venido a «combatir» a lo que alguna vez no había existido siquiera.
Entretanto, había empezado el calvario de los familiares de los soldados: meses sin noticias, la trágica comunicación de los muertos en combate, el oficio donde se daba cuenta a los padres de que su hijo había sido dado por «desaparecido». De éstos hubo muchos, y prácticamente nadie apareció después. Una tía abuela mía, que lloró amargamente el fusilamiento de su hijo en 1940, en Cartagena, vivió muchos años con la esperanza de que volviera el otro, al que consideraron desaparecido al poco de empezar la guerra y que no retornaría nunca, sin que ella perdiera la esperanza ni dejara de acechar diariamente, durante muchos años, el paso del cartero, que jamás trajo noticias.
Al dolor, a la incertidumbre, a la muerte, se unieron las dificultades, las escaseces, las enfermedades, el hambre. Durante la guerra y en los años siguientes, hizo estragos la tuberculosis, que a los adolescentes nos llegó a atemorizar, pues vimos a conocidos y amigos morir a causa de la entonces casi irremediable enfermedad. Faltaban alimentos, artículos de toda índole; durante la guerra se generalizó el cambio, el trueque de unas mercancías por otras, pues la gente desconfiaba del dinero, emitido en los pequeños valores por el Ayuntamiento o, en otras ocasiones, representado por un disco de cartón donde se pegaba un sello, cuyo valor facial correspondía al de la pieza. Recuerdo a mi padre, que aun fue movilizado y llevado al frente en los últimos meses, dejando en casa a mi madre, mi abuela y tres niños, uno recién nacido y de los cuales era yo el mayor, con doce años, lamentarse una noche, en una ocasión extraordinaria en la que salimos todos a tomar café —que entonces era un sucedáneo—, por no tener un cigarro para después. No había tabaco, y solamente fumaban unos cuantos privilegiados.
A todo ello debió unirse —yo no tengo memoria de ello— la pesadilla de las detenciones y de los «paseos», los sigilosos y nocturnos fusilamientos, que tuvieron su paralelo después, en 1939, en las cárceles o incluso en las mismas tapias del cementerio local.
No sé por qué recuerdo con precisión el lugar donde estaba situada la sede de varios partidos políticos y sindicatos. La U.G.T. y el Partido Socialista, y aun la Juventud Socialista Unificada, estaban en el Casino Villenense, del que se incautaron y adonde llevaron sus instalaciones, que radicaban antes de traslado donde están en la actualidad. Allí se unió a la biblioteca del Casino, la de la Casa del Pueblo, en una enorme dependencia del piso principal, que hoy ya no existe, y que iba desde la fachada hasta el fondo del edificio. Vi con frecuencia aquella biblioteca, con miles de volúmenes, porque en la gran mesa de lectura se nos congregó durante varios meses a veinte o treinta niños, alumnos aventajados de los colegios locales, después del horario escolar, para darnos un cursillo de contabilidad y organización comercial. La pequeña biblioteca del Casino actual me ha llevado a preguntarme después, muchas veces, dónde estarán todos aquellos libros.
Frente al Casino Villenense, en la casa de D. Cristóbal Pérez, que hoy es un solar, estaba el Partido Comunista. La F.A.I., o Federación Anarquista Ibérica, y las Juventudes Libertarias, tenían su sede en la calle de Joaquín María López, donde hoy radica la Caja de Ahorros del Mediterráneo, una casa señorial propiedad de D. Joaquín Pérez Marsá, conocido entonces popularmente por Chimo Pérez. La C.N.T. ocupó el Colegio de las Carmelitas, en la calle de Ramón y Cajal. La oficina de Abastos, desde donde se distribuían los escasos alimentos, estaba junto a la Iglesia de la Congregación, en el contiguo convento de las monjas de clausura. Recuerdo la iglesia de los Salesianos como ocasional cuartel de una unidad de las Brigadas Internacionales, a Santiago como un enorme almacén y a Santa María sin techumbre, con un informe montón de cascotes en el pavimento de la nave central. Y el Círculo Agrícola convertido en lo que entonces se llamaba hospital de sangre, con los espaciosos salones abarrotados de camas hasta dejar sólo un exiguo espacio para pasar entre ellas. Y los trenes-hospital que llegaban hasta la estación, y de los cuales descendían numerosas camillas con los heridos, los rostros macilentos, cabezas y brazos vendados, cubiertos sus cuerpos con sábanas en algunas de las cuales se advertían manchas de sangre. Y el traslado de todos ellos hasta el «Agrícola» a través del Parterre. Una de nuestras secretas envidias infantiles era la de que al cine Chapí, al que raramente entrábamos por falta de dinero para pagar la entrada, dejaban pasar gratis a los heridos que podían abandonar el lecho.
Y las representaciones de aficionados en el Teatro, a beneficio de actividades políticas o de necesidades de la guerra. En una de ellas recuerdo que la entrada se conseguía a cambio de una patata, mucho más valiosa que las monedas. En el escenario se cantaban canciones en boga, en ocasiones con letras alusivas a episodios de la guerra; se proferían alegatos patrióticos y se exaltaba en diversas formas el pretendido valor y el sacrificio del ejército de la República.
Todo esto, y mil detalles más, que mis despiertos sentidos de niño tímido e introvertido recogían ávidamente, son sólo manifestaciones superficiales, epidérmicas, de una situación cuyas claves, motivaciones y significados podrían y deberían ser dados a conocer por los adultos que intervinieron activamente y conocieron a fondo aquellos acontecimientos. A ello animo a quienes puedan hacerlo. Pienso que a lo largo de este siglo no ha habido período en nuestra ciudad tan rico en sucesos, dolorosos y trágicos en su mayor parte, como éste cuyos límites podríamos fijar en los años que van desde 1930 a 1950. Aquí va sólo una pequeña parte de mis deslavazados recuerdos de aquel tiempo, y no descarto referirme en un futuro próximo a los años de la posguerra, no tan pródigos en acontecimientos pero sí llenos de dificultades, de escaseces, de hambre en su más estricto sentido. Sí, felicitémonos de que todo aquello haya pasado y esperemos que jamás vuelva a repetirse. Pero quiero recordar a los villenenses de hoy que no llegaron a conocerlo, que hace muy pocos años fueron muchos otros villenenses los que murieron, tal vez inútilmente; y otros muchos más, la mayor parte de los habitantes de la ciudad, sufrieron toda clase de penalidades.
Extraído de la Revista Villena de 1992
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