FAIRFAX Y LA FOTOSÍNTESIS. Por PABLO ORTEGA
Mr. Fairfax es uno de las personas más estrafalarias que he conocido en mí vida, Sería injusto llamarle loco, pues su único pecado consiste en desdeñar lo cotidiano, pero a menudo sus opiniones y sus obras son absolutamente desconcertantes.
A los que nunca han oído hablar de él les diré que es un hombre cachazudo y barrigón, hostil a las modas pasajeras y ajeno a cualquier preocupación por su aspecto, Un solo tributo paga a la vanidad; sus enormes patillas de reverendo victoriano.
Siendo un hombre indolente, de naturaleza perezoso, pocos creerán que un odio apasionado anima su vida. Su antagonista se llama Mrs. Cole y representa todo lo que Fairfax detesta en esta vida: es ultraconservadora, presume de su extrema delgadez, alaba las virtudes del siglo XIX y exige en os demás la rectitud puritana que aprendió de sus padres. Es, en definitiva, una mujer tan atenazada por sus propios prejuicios que cuando uno la observa leyendo en la biblioteca, con esa rigidez propia de os muy educados y esa carne amojamada, hay momentos en que parece una momia.
El destino quiso que dos personas ton opuestas fueran a trabajar al mismo sitio, pues ambos son profesores de lengua en una Universidad del norte de Inglaterra. Hubo un tiempo en que sólo se aborrecían cordialmente pero todo se complicó hace diez años cuando un golpe de suerte convirtió a Mrs. Cole en la jefa de departamento de lengua y literatura. Mrs. Cole vio en aquel nombramiento un signo del cielo; Mr. Fairfax maldijo su mala fortuna. El inmediatamente empezó a represión: que si la puntualidad, que si la compostura, que si convenía afeitarse varias veces por día. Y así semana tras semana.
Cierto día Mrs. Cole encontró la siguiente nota dirigida a los alumnos de literatura inglesa:
Atención; alumnos de quinto:
Como quiera que la literatura no es un castigo divino ni la hastiada exégesis anual de los mismos textos, he creído conveniente dedicarle próximo trimestre al estudio de la vida y la obra de Sir Richard Burton. Este hombre, cuya vida fue una continua lucha contra la intransigencia y mojigatería de su época, produjo una extensa y valiosa obra que ha sido injustamente silenciada. Después de muchos años de investigación, se impuso el deber de difundir en Occidente la sabiduría sexual de los antiguos manuscritos orientales sobre el arte del amor. Tradujo e imprimió en secreto los siguientes volúmenes:
Kama Sutra of Vatsyayana (1883)
Ananga Ranga (1885)
The Perfumed Garden of the Cheikh Nefzaoui (1886) Estas serán, pues, las tres obras que, en sus ediciones modernas, leeremos y comentaremos durante los próximos meses.
Mr. Fairfax
A pesar del jubiloso regocijo que a noticia había causado entre los estudiantes, Mrs. Cole convocó inmediatamente a Mr. Fairfax para exigirle una explicación. He aquí el breve diálogo que sostuvieron:
Mrs. Cole: «Esta es una Universidad seria, Mr. Fairfax, donde no hay lugar para las frivolidades y mucho menos para la pornografía. ¿Cómo se atreve usted a sustituir a Thackeray, Dickens, Eliot, o tantos otros por un díscolo aventurero que sólo trajo ignominia y pecado a esta noble nación?»,
Mr. Fairfax: «Yo creo que mi propuesta se fundamenta en el indudable interés antropológico que tienen las traducciones de Burton y el enorme provecho que los estudiantes van a sacar de estas lecturas. Seguro que lo pasarán muy bien comentándolas con sus parejas».
Esa lista de libros y la referida conversación fue el final de Fairfax como profesor de literatura. La furibunda arpía lo desterró a dar c ases de inglés para extranjeros. Allí pasa sus días bregando con una cuadrilla de árabes que no aprenderían inglés aunque les trasplantaran el cerebro y la lengua de un presentador de la BBC. Los árabes se ríen por lo bajo de Fairfax porque está gordo, porque siempre lleva manchas en las camisas y porque sus corbatas son tan feas que sólo las compraría un ciego. Fairfax, por su parte, se ríe de los árabes, de los ingleses y del mundo entero precisamente porque está gordo. En verdad, esa dejadez es deliberada y forma parte de un sutilísimo plan para enloquecer a la pulquérrima Mrs. Cole, quien sufre horribles espasmos faciales cada mañana al contemplar el atuendo de su indigno colega.
Fairfax es, además de estrafalario, un hombre campechano de trato agradable que de vez en cuando acoge en su casa a algún estudiante extranjero, sobre todo si es europeo y mayorcito. Esta acción, que es sin duda generosa, también esconde un pequeño egoísmo: nuestro amigo consigue de esta manera librarse de su mujer aduciendo que debe ser cortés con el inquilino. Así, mientras su señora se traga Eastenders o algún otro culebrón a tiempo que bebe cantidades industriales de té, Fairfax y el estudiante beben otro tanto de vino hasta que sus canciones atropelladas desatan a ira de la señora Fairfax.
En cierta ocasión Fairfax acogió a un estudiante alemán que se llamaba Otto y parecía un hippy californiano del 68. La única prenda de abrigo que usaba era una melena por os hombros; para el resto de cuerpo se conformaba con unos pantalones viejos, una camiseta de algodón y unas chanclas de cuero. Verlos a los dos juntos era un espectáculo memorable: los estudiantes se partían de risa y los catedráticos comentaban indignados que aquel gordo estaba chiflado.
Al poco de conocerse Fairfax le dijo a Otto que fuera a fastidiar a Mrs. Cole, así que el alemán, tan socarrón como su amigo, se presentó una mañana ante ella y le dijo con su acento prusiano: «Buenos días, soy Otto Marx, tataranieto del ínclito Carlos Marx. He venido a I ng aterra paro anunciar el fin del capitalismo y el establecimiento de una república popular en este país. La reina, su familia y todos los miembros del partido conservador serán internados en campos de concentración hasta que sean debidamente juzgados. Mientras decidimos cómo ejecutarles, acudirán todos los días a sesiones de reeducación para que aprendan a hablar como un minero de Gales o un hincha del Liverpool».
A la pobre Mrs. Cole le causó tal sobresalto aquella broma que comenzó a cantar el himno inglés y siguió cantándolo ininterrumpidamente durante veinticuatro horas. El equipo de especialistas que observaba y anotaba minuciosamente sus reacciones asegura que volvió a su ser de repente exclamando «tengo número en la peluquería» y que fue incapaz de recordar lo sucedido el día de antes. Esta laguna amnésica libró a los dos compinches de un castigo sin igual en la historia de la facultad.
No hacía mucho que Otto residía en casa de Fairfax cuando empezó a transmitir a su nuevo amigo sus conocimientos de la vida vegetal, según él mismo amasados con mucho esfuerzo y disciplina en la escuela de Botánica de la Universidad de Turingia. Sus propuestas eran singulares: defendía que el geranio crecía mejor bajo un foco de luz verde o que al agua para las azucenas de la señora Fairfax había que añadirle mucho polvo de aspirina triturada.
Las azucenas se secaron y la señora Fairfax todavía llora su pérdida. Otto atribuyó aquel fracaso a un error en la dosis y reprochó a Fairfax su negligencia, quien a su vez se excusó asegurando que había puesto la dosis que su perro había recomendado.
Entre experimento y experimento llegó el asunto de la fotosíntesis. Un día Otto explicó a Fairfax que las plantas crecían asombrosamente bien cuando se daban dos condiciones: que el entorno estuviera lleno de libros de poesía y que la persona que cuidara la planta llevara dentadura postiza. El inglés, que había oído que las plantas gustan de la música, comprendía hasta cierto punto lo de la poesía; pero lo de la dentadura postiza le sonaba a tomadura de pelo. Así que el alemán sacó un grueso tomo de entre sus cosas y señaló varios capítulos escritos en polaco. Fairfax, desesperado por conocer la relación entre objetos tan dispares, le suplicó que le contara el meollo del asunto, lo cual hizo así:
«La prótesis dental es ajena al cuerpo humano, por tanto el efecto acústico que produce la emisión de una persona desdentada es cualitativamente diferente al de una persona dentada. Ese efecto, que aparece reflejado en estos gráficos, se multiplica cuando lo que se emite es un poema. El doctor Horovitz ha llevado a cabo un gran número de pruebas que documentan esta afirmación. En enero de 1975 plantó dos rosales. Un mellado con dentadura postiza leyó poemas de Rilke durante tres meses ante el rosal A. Otra persona con sus piezas dentales intactas leyó los mismos poemas durante el mismo tiempo ante e rosal B. Al final del experimento el rosal A era tres veces mayor que el B. Esta misma comprobación se ha llevado a cabo con 15 especies distintas de vida vegetal obteniendo siempre idénticos resultados. El profesor Horovitz explica a continuación que la poesía leída por una persona con prótesis estimula el proceso químico de la fotosíntesis hasta hacerlo diez veces más eficaz. Y es su opinión, aunque esto está todavía sin determinar, que el secreto de este efecto milagroso sobre las plantas se halla en las pastillas que se usan para limpiar las dentaduras postizas». Fairfax confiesa que en aquel momento no sabía qué pensar: por un lado, todo e asunto sonaba a disparate; por otro, un tratado de botánica en polaco y el prestigio académico del profesor Horovitz parecían respaldar ese efecto inaudito. Otto, que no veía a su amigo muy convencido, dijo que iba a demostrar empíricamente sus afirmaciones para que el escepticismo no frenara el avance de la ciencia. Le preguntó a Fairfax si su mujer usaba dentadura postiza, a lo que éste respondió que sí, que la usaba, pero que ella no había leído un poema en su vida y que después de veintiséis años de matrimonio la conocía lo suficiente como para saber que era imposible apartarla del televisor. Entonces Otto aseguró que conocía a la candidata ideal: Mrs. Cole, mellada desde los diecinueve y rodeada de poesía. Fairfax, alarmado, dijo que después de lo de Marx no convenía arriesgarse, que tenía cincuenta y dos años y no deseaba quedarse sin trabajo. Pero Otto estaba decidido. Convenció a Fairfax de que su nombre no aparecería si surgían problemas y a continuación le mostró unas semillas que llevaba en una bolsa de cuero, de la especie «Papáver rhoeas» según él.
A principios de marzo, Mrs. Cole reparó en dos grandes macetas que ella no había solicitado. Tras inspeccionarlas descubrió que algunos débiles tallos verdes ya asomaban. Aquellos pequeños brotes, tan delicados, tan indefensos, la emocionaron y recordó en voz alta aquel poema de Ben Jonson que dice en sus últimos versos:
In small proportions we just beauty see; And in short measures life may perfect be.
Les tomó afecto a aquellas plantas y, a menudo, mientras gozaba de la poesía, alzaba sus ojos y se asombraba de su lozanía, de su inusual pujanza. En junio, las plantas ya tenían más de un metro. En julio, sus capullos eran poco más pequeños que un puño. Entonces llegó el desenlace:
Un día un estudiante iraní se lió a palos con otro iraquí; al poco eran diez por bando sacudiéndose todos a un tiempo. Llegó la policía, arrestó a los iraníes, arrestó a los iraquíes y arrestó a Mrs. Cole. Cuando Mrs. Cole oyó que la acusaban de cultivar opio, comenzó de nuevo a cantar el himno inglés, aunque esta vez no la observaban médicos sino policías. Ella cantaba el himno sin cesar mientras el inspector jefe anunciaba a la prensa que la detenida usaba técnicas dilatorias muy sofisticadas, por lo que se habían visto obligados a requerir la ayuda de Scotland Yard. Esta vez Mrs. Cole no se acordó de la peluquería cuando volvió a su ser; por el contrario, se recuperó gritando que una confabulación comunista quería arrasar Inglaterra, que el tataranieto de Marx le había visitado personalmente para anunciarle la revolución. Ante los atónitos policías y un taquígrafo pasmado exigió la vuelta al régimen feudal, la expulsión de todos os extranjeros, la obligación de saberse la Biblia de memoria para acceder a la función pública y otras cosas por el estilo.
Mrs. Cole fue ingresada en un hospital psiquiátrico donde recuperó su equilibrio mental. Ni ella ni la policía lograron descubrir cómo había llegado el opio hasta aquel despacho. Por su parte, Fairfax no yo vio a ver a Otto: se esfumó sin ni siquiera recoger la maleta. De todos los aquí mencionados, Fairfax fue el único que sacó partido al asunto de la fotosíntesis. La detención de Mrs. Cole y la posterior investigación le sobresaltaron de tal manera que perdió catorce kilos en tres días.
Extraído de la Revista Villena de 1991
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