PESADILLA ANTES DE LA OFRENDA
JOSÉ SÁNCHEZ FERRÁNDIZ.
Todo comenzó una mañana de septiembre; la del siete para ser exactos. Al tiempo que mi cabeza era sacudida bruscamente por la alarma de mi teléfono móvil que me avisaba de que era hora de levantarse, comencé a maldecir mi irreflexiva locuacidad de la madrugada anterior en el Huerto de la Pona, cuando envalentonado por los efectos de algunos gin-tonics de más, había prometido a Palmira, mi novia de aquellas fiestas, que la acompañaría durante el desfile de la Ofrenda del día siguiente. Me deslicé como pude desde la cama al suelo y mientras me arrastraba con dificultad por el largo pasillo hacia el cuarto de baño en busca de una ducha reparadora, observé que estaba vestido, lo cual me sorprendió, toda vez que siempre duermo desnudo. Me alarmé sobremanera, no por el hecho comentado, sino porque al examinar entonces las ropas que cubrían la mayor parte de mi cuerpo, comprobé horrorizado, que eran las correspondientes al traje masculino de los Moros Nuevos, comparsa que aunque respeto en gran medida, es contraria a mi condición natural, la de Estudiante. No en vano, había jurado solemnemente junto a mis compañeros de la peña La Goma Rota cuando al unísono todos nosotros habíamos adquirido años atrás la condición de socios estudiantiles, que jamás vestiríamos, bajo ninguna circunstancia, el hábito de tan decadente cofradía.
Ya en el cuarto de baño me concentré tratando de arrojar luz sobre todos los hechos acontecidos durante la madrugada anterior en el referido local festero, desistiendo finalmente en mi empeño, incapaz de recordar cómo habían llegado a cubrir mi fibrosa y bien formada anatomía aquellos ceñidos ropajes que estaban mancillando de forma tan hiriente mi dignidad, así que decidí desprenderme de ellos, entablando una feroz batalla a resultas de la cual y tras algunos frenéticos minutos e incapaz de liberarme, comprobé que por el contrario, a medida que más forcejeaba por desnudarme, la abundante y creciente sudoración, producto de mi titánico esfuerzo, solo conseguía adherir más la tela a la piel, aumentando de paso las dificultades para transportar el vital aire a mis pulmones. Cejé pues en el empeño y dado que a nadie podía recurrir puesto que me encontraba solo en casa, intenté tranquilizarme en busca de una solución al problema que me angustiaba. Así fue cómo, pasados unos minutos y ya incorporado sobre mis extremidades inferiores aunque con deambular inseguro, regresé a mi dormitorio y tras abrir el armario pude comprobar aliviado, que mi impoluto y bien planchado traje de Estudiante se encontraba perfectamente alineado sobre algunas perchas, tal y como varias jornadas antes lo había depositado con mimo mi bendita y cariñosa madre. De modo que me coloqué como pude la sagrada indumentaria de mi comparsa sobre el atuendo precedente y enmascarando mi penetrante olor corporal con el uso de una abundante cantidad de colonia de una conocida marca blanca, alcancé la calle y con ello me sumergí en el bullicioso trajinar del inmenso gentío que disfrutaba del reencuentro con nuestras queridas fiestas de Villena, tras el obligado paréntesis causado por aquel maldito virus que había impedido su celebración durante los últimos años.
Me dirigí hacia la Iglesia de Santiago y junto al altar y en un descuido, me hice con un gran ramo de flores que un componente de los Moros Realistas acababa de depositar a los pies de nuestra Patrona y, de nuevo en el exterior, encaminé con premura mis pasos hacia la calle Ramón y Cajal en dirección a la Avenida de la Constitución, en busca de Palmira, seguido a corta distancia por un variopinto y animado grupo de individuos e individuas, que profiriendo improperios y amenazas de todo tipo, marchaban al parecer, tras los pasos de un ladrón al que poco antes habían sorprendido in fraganti en aquel templo mientras desarrollaba las funciones propias de su gremio.
Mi novia ya me esperaba, con aire impaciente y tan guapa como la recordaba de la noche anterior. Le di un casto beso sobre la mejilla derecha y entregándole lo que quedaba del ramo, ocupamos nuestro sitio, justo en el momento en que nuestra querida banda oficial se disponía a arrancar con uno de sus bonitos y populares pasodobles. Fue entonces cuando aquel repelente y rubio niño vestido de Contrabandista que nos observaba a corta distancia, se dirigió a viva voz a su progenitora exclamando: ¡mira mami, ese hombre lleva el traje negro y los zapatos amarillos!
Extraído de la Revista Día 4 que fuera 2022
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