POR LOS CAMPOS ALICANTINOS. MAR, CIELO Y TIERRA
HASTA para un andaluz muy andaluz, resulta cautivador y sorprendente el espectáculo que ofrecen los campos alicantinos: blancura deslumbrante—caseríos playeros— que, bajo un azul insuperable, se asoma otro infinito azul.
Esos dos azules alcanzan intensidades excepcionales, muy mayores que la turquesa, el cobalto y el añil. El palio que cubre a la provincia de Alicante sólo es comparable en la energía de su coloración a la ondulante alcalifa que se dilata y se borda de argentería al quebrar en la costa y deshacerse en bullente espuma.
Tiene el cielo serenidad divina; tiene la atmósfera pureza y transparencia inefables, y tiene el mar la emoción de una bendita obra de misericordia, porque merced al mar la tierra, sedienta desde hace muchos siglos, recibe el socorro y el consuelo de las olas evaporadas en besos húmedos y sabrosos a sal.
Antaño constituía un viaje no fácil ni cómodo el recorrer el encantador litoral alicantino. Hogaño, desde que la locomotora se emancipó de la pauta de los rieles y se transformó en automóvil, resulta delicioso visitar en pocas horas, y sin otro norte que el capricho, esos pintorescos pueblecillos posados junto a la paz de una ensenada, y también esos otros que se encaraman a los picos serreños para gozarse en la contemplación del bienhechor Mediterráneo.
Cada pueblo es, al mismo tiempo, pescador y labriego. Merced a una laboriosidad infatigable se aplica al ejercicio de la azada y al manejo del barco faenero, y así, arando las olas y surcando el terruño, cosecha con las redes y recolecta con la hoz y con las tijeras, y así logra las azules sardinas, el rubio trigo, la jugosa uva moscatel, la encendida naranja, el áureo limón y el dátil berberisco. Y cuando la tierra ingrata y estéril le niega esos regalos, la obliga a producir otros menos delicados, y entre las rocas hace florecer a los almendros, y entre los jarales coloca la pompa del copudo algarrobo, y en el páramo pone la nota recia del entinar y de la pineda, y allí donde el suelo se resiste a criar la turgencia del lino, allí amarillea el espartizal, con humildad de sandalia franciscana.
La vecindad de África fué peligrosa, en centurias pretéritas, para los pueblos ribereños del Mediterráneo. La piratería era amenaza constante de vidas y haciendas. Argel, nido de piratas, mereció en justicia el renombre de "gomia y tarasca", y también el de azote de la gente levantina. Que las galeras de los infieles, hasta que fueron hundidas en Lepanto, se ensañaron en el estrago y en la depredación de los poblados costeros.
Y para la defensa se alzaron los castillos guerreros y señoriales, y para poner en salvo las personas, cuando no cabía la resistencia, se abrieron cuevas hábilmente disimuladas tras espesos matorrales.
De unos y de otras quedan ejemplares interesantísimos.
Jávea, pintoresquísimo núcleo urbano que otrora dependió de Denia, la abundancia de cuevas revela la mucha necesidad de refugios, bien sentida por sus moradores a pesar de las murallas que daban coraza de piedra a los albergues. La excelencia de la ensenada de Jávea y la riqueza frutal de sus campos eran atractivo poderoso para los ladrones del mar. Y es curioso advertir que, a despecho de las mutaciones operadas en el decurso de las centurias, Jávea conserva reminiscencias de la dominación árabe, no sólo en vestigios arquitectónicos, sino también en la raza. Talles cenceños, rostros morenos, negras pupilas, perfiles aguileños, actitudes de elegante indolencia, pregonan el predominio de la sangre agarena; predominio no logrado en otros pueblos donde es fácil comprobar la pervivencia del tipo romano e hispano-romano. Hay campesinos y pescadoras que muestran en sus rostros la serenidad y la pureza de líneas de las imágenes que aparecen en las medallas acuñadas durante la época del imperio de Roma sobre Iberia.
En general, el pueblo alicantino, especialmente el pueblo rural, es una prolongación del valenciano así en los usos y costumbres como en el habla, en el indumento y en la actividad industriosa. Acaso pueda señalarse en el alicantino una mayor seriedad, que no llega a la adustez, y una menor necesidad de expansión, que no raya en misantropía. Y esto se explica por la mayor dureza de la vida, por la obligación de suplir con más esfuerzo corporal el menor rendimiento de la tierra. Pudiera decirse, sin agravio de la verdad, que Valencia vive preferentemente hacia afuera y Alicante se goza en vivir hacia adentro. Valencia canta por impulso irresistible de echar coplas al aire, y Alicante guarda largos silencios, por inclinación reflexiva. Y esta propensión a meditar y a enmudecer, aumenta en los habitantes de la sierra.
La provincia de Alicante no es toda llanura, ni toda vega asomada al mar. Hay en ella serranías tan bravas y enriscadas como las de Onil y Aitana. Esta última, cumbrea, alzándose hasta más de mil quinientos metros, gallardea sobre los valles de la Solana y de la Umbría y brinda a los excursionistas la emoción del pavoroso tajo llamado la Cuchillada de Roldán.
Si Castalla—la que bravamente quebró al ejército del mariscal Suchet—sube faldeando el cerro del Castillo, ya no es en busca de la protección material del desmantelado baluarte, sino en peregrinación devota para impetrar los favores del Sagrado Corazón de Jesús que señorea en culminante torre.
Castell de Guadalest es un aguilar labrado en abrupta risqueda; sus viviendas otean y atalayan toda la comarca.
Y en la rápida marcha del automóvil, como en cinematográfico desfile, pasan ante el excursionista exhibiendo diversidad de bellezas y atractivos: Cox, con la gallardía de sus palmeras y con el deleite de sus huertos regados por el Segura; la romana Calpe, con sus murallas ruinosas y su imponente peñón vecino del cabo Toix ; y Benidorm que, asentado en la pirámide montuna del Puig-campana, ha tenido el buen gusto de capacitarse—sin renunciar a su ayer—para atender en su segura playa al recreo y a la comodidad de los veraneantes.
Broche de la excursión—pasando por el soberbio palmeral de Elche—es la visita a Villena, que descansa empenachada por su magnificente castillo. Desde antes de llegar a ella se anuncia la grandeza de la antigua sede del opulento marquesado, que abarcaba en su prócer señorío a ciudades y villas de tanta importancia como Albacete, Hellín, Villarrobledo, Belmonte, Almansa., Chinchilla, Alarcón y otras más.
La vena del Vinalopó riega la huerta, y olivos, viñedos y trigales colman las bodegas y graneros de la noble población donde tituló aquel infortunado Gran Maestre de Calatrava Don Enrique de Aragón, que llevaba en las venas sangre de reyes, en el corazón fervores de cristiano y en el cerebro, el don de la poesía y la ciencia de los mejores alquimistas, astrólogos y matemáticos.
Amantes de sus tradiciones, aún guardan las mujeres de Villena las galas de su atavío regional, y alguna vez, en días de fiesta, lucen la falda listada de vivos colores y la mantilla de bayeta blanca.
Orgullosa de los hijos que la ilustraron, ostenta el nombre del insigne maestro Chapí, en un paseo y en un teatro.
Y, respetuosa con sus creencias, sorprende al viajero con el sonido de los bronces de la iglesia parroquial de Santa María, en la hora solemne en que el sacerdote eleva la Sagrada Forma, tañen cinco veces en lugar de las tres prescriptas por el ritual. Esas cinco campanadas son recordación de las que sirvieron de aviso para acabar con los moriscos y limpiar a Villena de la lepra de infidelidad que la mancillaba.
Pequeña en extensión pero rica en calidades, la provincia de Alicante encierra bellezas insospechadas.
Para los artistas y para los espíritus contemplativos, Alicante es una blancura entre dos azules cegadores, entre dos infinitos de zafir.
Y sobre el azul del mar y bajo el azul del cielo, pasan voladores los barcos tremolando con orgullo la bandera de la matrícula alicantina: blanca y azul.
M.R. Blanco-Belmonte.
(FOTOS SANCHEZ)
Extraído de la revista Blanco y Negro 1935
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