EL TIEMPO DE LA FIESTA
Un observador no demasiado superficial podría pensar fácilmente que las fiestas* en Villena siempre despiertan entusiasmo e incondicional adhesión. En general, suele ocurrir así y las opiniones sobre la fiesta, tanto las verbales como las escritas, son más que laudatorias, apologéticas y rozan con frecuencia el panegírico.
Sin embargo, ésta sería, como digo, una observación superficial porque basta profundizar un poco para advertir que el tema de las fiestas despierta en los villeneros en más de una ocasión, por el contrario, reacciones contrapuestas o, simplemente, ambivalentes y que el fanatismo festeril —llamémosle así— y casi idólatra de algunos villeneros, sólo encuentra parangón con la condena sin remisión de la fiesta que otros, no menos villeneros, hacen.
Según el primer punto de vista, el más extendido sin duda, las fiestas son de una excelencia sin paliativos y sólo cabe referirse a ellas en términos encomiásticos y exaltadores.
Pásese revista, se nos dice, a lo que esta ciudad ofrece en general y véase si hay algo que pueda compararse a los cinco días de septiembre en los que, con una plenitud difícil de hallar en otros lugares, celebramos el festejo anual: colorido, regocijo, entusiasmo, creatividad, prodigalidad, hospitalidad..., son las notas dominantes de la ciudad durante ese mágico lapso de cinco días. ¿Existe, acaso, mejor prueba del valor único y superior de la fiesta que esta tumultuosa y masiva entrega del pueblo de Villena a su pasión festera? ¿Hay alguna actividad que absorba tanta energía, dedicación y fondos en Villena como la fiesta? Y, ¿no es ésa, precisamente, se añade, la demostración irrefutable de que la fiesta es lo mejor que Villena puede brindar y, por ende, de que no hay ninguna otra cosa de la que se pueda sentir tan orgullosa y ufana? En ninguna otra fecha del año, se concluye, reina tal cordialidad y nunca el pueblo se siente tan satisfecho y a gusto consigo mismo.
Podríamos alargar indefinidamente esta enumeración, pero me remito a la larga lista de artículos que ponderan y elogian la fiesta, fácilmente hallables en las revistas anuales de fiestas
La postura antagónica, apenas tiene expresión literaria, por el contrario, y encuentra, paradójicamente, en las mismas razones antes enumeradas el fundamento de sus discrepantes argumentos.
Sin duda, Villena dedica a las fiestas una atención que no admite parangón con ninguna otra actividad colectiva. Pero, ahí, en ese enfrascamiento festero, se sostiene, hallamos la causa fatal de todas sus deficiencias políticas, culturales, o sociales. No se critica tanto aquí la fiesta misma, aquella que tiene lugar unos días determinados del año, como el hecho de que las demás fechas del calendario también estén contagiadas de este morboso virus festeril que aleja cualquier otra preocupación de la mente de los ciudadanos. (Hay quien dice, exageradamente sin duda, que en Villena o no se trabaja porque hay fiestas o sólo se trabaja para las fiestas).
Téngase en cuenta, se arguye, que además de las fechas festivas y las inmediatas, hay que contar todas aquellas ocupadas por las juntas y comidas de las comparsas, la búsqueda de unas u otras piezas para el traje propio o el de los hijos y su adquisición, reparación o limpieza, la preparación. de las ofrendas, etc. La fiesta es, además, uno de los temas preferentes en las tertulias y corros, esos momentos en los que podrían debatirse los problemas de la ciudad y de la convivencia que de este modo quedan arrinconados. Sin olvidarnos de que, a menudo, muchos de nuestro mejores y más desprendidos vecinos se hallan consagrados a tareas de dirección y gobierno de las agrupaciones festeras, no pudiendo estar al servicio de la comunidad en otros órdenes.
Desde el punto de vista económico, por otra parte, la fiesta no se amortiza con el avituallamiento extraordinario de septiembre. Hay que pagar músicos, huéspedes, iluminación, trajes para todos los miembros de la familia, verbenas, casas de comparsas, ofrendas, etc. Por mucho que algunos pretendan sostener que las fiestas de Villena son las más baratas del contorno, lo cierto es, se replica, que con una parte de todos esos gastos sería posible atender muchas necesidades, privadas o colectivas, que así quedan descuidadas.
Con frecuencia, estas contrapuestas opiniones no sólo las encontramos en sujetos diferentes, sino también interiorizadas en uno mismo, de tal manera que, dependiendo de la situación o estado de ánimo, unas veces veneramos lo que otras vilipendiamos. Y lo que en un momento dado defendemos como magnífico e incomparable, en otro puede ser sentido como el origen de todos los males.
Y aquí surge la contradicción y el desconcierto, porque ya no sabemos a qué carta que-darnos con respecto a nuestras fiestas. Probablemente (a pesar de la aparente imposibilidad lógica de tal situación), todo lo dicho sea cierto y las contradictorias conclusiones sean igualmente legítimas y perfectamente compatibles, siempre y cuando se ponga cada cosa en su sitio.
La fiesta* viene a ser —aquí y en cualquier otro lugar, me parece a mí— como un portentoso bebedizo que se administra de modo ritual y periódico y posee la virtud de rescatar nuestro espíritu de la rigidez, disciplina y frialdad de la vida cotidiana imbuyéndolo de espontaneidad
y calidez. Nuestra vida tantas veces llena de rencores y aislamientos necesita imperativamente de ese cíclico bálsamo, nunca definitivo, pero siempre gratificante.
Sin embargo, utilizada desmesuradamente, esa poción se apodera por completo del espíritu sometiéndolo a una obediencia más difícil de combatir que aquella contra la que se levanta, por cuanto que se presenta como lo contrario —una liberación— de aquello en lo que, precisamente, deviene —una cadena—. (El poder de una sustancia como, por ejemplo, la heroína se basa en el hecho de que quien la toma, pretende hacer de la ingestión un gesto de rebeldía contra una sociedad que le margina o ignora. Desafortunadamente la capacidad de contestación se agota ahí y, luego, ya no es posible rebelarse contra la droga misma).
Hoy asistimos a una proliferación de actos y actividades relacionadas con la fiesta o, incluso, a su rememoración con motivo de cualquier celebración. En las bodas, por ejemplo, existe ya un momento ritual para el pasodoble o la marcha mora. Esto no sólo significa que el folklore está quedando reducido a algo tan elemental como marcar el paso de una música sin texto, desapareciendo otras formas folklóricas como las canciones y los bailes joteros, habituales hasta hace tan sólo veinte o treinta años, sino también —y sobre todo—que en un mundo aceleradamente endurecido e individualista, se hace imprescindible administrar más regularmente el remedio en que la fiesta consiste.
Ello no obstante, la fiesta sólo sobrevivirá como tal si ocupa el espacio y el tiempo que le son propios. Extenderla más allá de sus propios límites, significa desvirtuarla al convertir lo anormal y excepcional en común y, por tanto, atentar contra su mismo sentido. Los amantes de la fiesta hemos de procurar que se mantenga dentro de sus fronteras naturales, porque las buenas esencias se guardan en frascos pequeños, y verter y desparramar el contenido del tarro puede dar lugar a que se pierdan para siempre esos aromas que nos han acompañado, inseparables, desde nuestra primera infancia, llenando de sentido la memoria colectiva.
En el artículo que escribí el año pasado para esta misma revista, advertía del peligro que supondría para la supervivencia de la fiesta el hecho de que ésta viera negado su carácter excepcional al ser invadida por aquello que es propio de la vida normal: el negocio, la acción interesada, la ordenación y reglamentación de los actos, etc.
No es menor el riesgo de que, en correspondencia, (de ningún modo justa) la fiesta invada un ámbito que no le es propio, penetrando en exceso la vida cotidiana y negando, también así su carácter singular.
Las fiestas patronales de septiembre en honor de la patrona son, sin duda, una parte esencial de la personalidad de nuestro pueblo. Pero, nuestros rasgos diferenciales, nuestra vida cultural no pueden quedar reducidos a pertenecer a esta o a aquella comparsa. Y menos en estos momentos de arrasadora uniformidad cultural en lo que se hace más necesario que nunca saber dónde se tienen las raíces, los pies, para no olvidar dónde debe estar la cabeza. ¡Apañados estábamos si tal cosa llegase a ocurrir! Los jóvenes necesitan otros modelos y otras señas de identidad, además de los que la fiesta, irrenunciablemente, les proporciona, que no deben ser soslayados por ésta. Las fiestas han de ser siempre un «además», nunca un «sólo». Ni se puede prescindir de la fiesta ni se puede restringir todo el folklore y toda la vida cultural a ella. La variedad antes que empobrecerla, la enriquece; el monopolio antes que acrecentarla, la extinguiría.
La mejor defensa de la fiesta es, entonces, respetar su diferencia y fugacidad. Sabemos que el poder seductor del festejo procede de su misma brevedad, de su anunciada muerte; el sentido del tiempo festero se extrae de su consustancial caducidad, que es la que lo hace perennemente victorioso ante su letal destino. El festero es consciente, aún en los momentos de mayor ebriedad festiva (o, más exactamente, en esos momentos mejor que en otros), de que eso que vive extasiadamente, ese estar siendo ahora lo que no era antes ni podrá ser después, está, al mismo tiempo, muriendo y que, por tanto, no puede haber pausa ni descanso. El hecho tan conocido de negarse a dormir durante los días de fiestas y presentar tal cosa como una hazaña, no puede ser entendido si únicamente se analiza desde la óptica de la diversión, pues no parece divertirse mucho quien arrastra el cansancio por incómodas sillas o portales aún más incómodos, sino que debe analizarse como una prueba de fidelidad a la fiesta efímera. Venciendo el agotamiento físico o la debilidad etílica el heroico festero escolta sin descanso a una huidiza, pero cíclica, amante en la que todas las formas de tiempo —pasado, presente y futuro; pasajero y permanente— se conjugan maravillosamente. La fiesta es tanto un reconocer el pasado, la tradición en la que nos insertamos, como un mudo saber acerca del futuro, un anticipar que por muy malos que sean los tiempos normales siempre habrá un lapso festero para aliviarlos y viene a ser, por lo tanto, una insustituible manera de soportar el ingrato presente.
Hacer de la fiesta algo permanente, prolongarla o multiplicarla, significa atentar contra su cogollo efímero y sustancial. Sin su muerte ritual cada nueve de septiembre, en definitiva, no sería posible la convocatoria del siguiente cinco de septiembre en la Losilla.
Y yo me pregunto: ¿cabría mayor desconsuelo y desgracia para nosotros los villeneros que imposibilitar el pronunciamiento de la fórmula mágica que todos los males conjura, ésa de: «día cuatro que fuera...»
Francisco Arenas Ferriz
* No se hace preciso especificar a qué fiestas nos referimos, se da por supuesto que a las de septiembre, lo cual resulta muy indicativo del valor que se les concede en Vi-llena. En muchos otros pueblos es necesario discernir entre unas y otras fechas festivas porque no hay una por excelencia. Las polémicas allí se centrarán, tal vez, en determinar cuál es la mayor de entre todas.
* Naturalmente me refiero a la fiesta auténtica, a la que no admite convivencia con ninguna otra forma de vida mientras está presente, a la fiesta que empapa y se apodera del festero o, si se quiere, a aquella a la que el festero más que entregarse, se abandona. No me refiero, naturalmente, a los sucedáneos «light» propiciados por las instituciones que despojan a la fiesta de todo su poder subversivo; porque no sería lógico, por otra parte, que el poder subvencionara algo que lo cuestiona o, más aún, que lo niega, siquiera transitoriamente.
Extraído de la Revista Villena de 1990
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