ECOS DE LA HUERTA DE VILLENA Por Jerónimo Lázaro Milán
Amanece en la huerta villenense y el contorno de la sierra de La Villa se recorta nítido frente a la creciente claridad del astro rey; al mismo tiempo una ligera bruma descansa sobre sus peladas faldas mientras, a sus pies, la ciudad de Villena todavía duerme.
El labriego encara el camino hacia la huerta justo cuando la mañana empieza a desperezarse; acarreando una vieja pero robusta carretilla cargada con herramientas de campo, recorre el rural camino que le dirige hacía el pedazo de tierra, su pan diario.
El ambiente húmedo, aún del mes de mayo- en honor a Maya, hija del dios Atlas y de la diosa Pléyone- se adivina en el rocío de las hierbas sobre la que los caracoles hozan pausadamente dejando sobre el camino, a la vez, surcos brillantes de baba, testigos de su actividad; sobre los yermos, donde las malas hierbas reinan, la Natura alza su voz; las bandadas de vencejos, esa aerodinámica y grácil avecilla huésped del estío, planean rasas en cabriolas imposibles tratando de atrapar a las nubecillas de mosquitos. En los cables del teléfono unas golondrinas gorjean su canoro canto de primavera y, a su vez, en la cercana pinada los zureos de las tórtolas sirven de contrapunto al canto de las alondras que sobre unos duros terrones anuncian la llegada del alba.
A estas horas, el campo ya es una fiesta de vida; a los agudos chillidos de los vencejos se une el ulular de la abubilla, el canto de los gallos de las labores cercanas a los que empiezan a unirse los estridentes ecos de las cigarras que, apostadas en los vetustos troncos de los árboles, comienzan su incansable jornada de impertinente canto.
Ya ha llegado al huerto; frente a él se encuentra la era de hortalizas y verduras, brillantes todavía por el rocío de la amanecida, que las dibuja frescas y lozanas en una sucesión de surcos oscuros. En una vieja bolsa de tela el hombre deposita los caracoles que ha recogido entre la "cola de caballo" y la grama que se apelmaza junto a la vieja y destartalada canal en la que conviven con la humedad.
En un vasto capazo de yute y bien tapado con una arpillera húmeda va una variada selección del nutrido huerto que irá destinado al puesto del mercado. Una última parada y el cultivador aprovecha para beber agua del fresco botijo que años a que le acompaña y dirige una mirada a la ciudad.
En la lejanía, erguidas con altivez y orgullo, destacan las dos torres, las iglesias de Santiago y Santa María por encima de la uniforme masa de edificios; el castillo de la Atalaya, coronando la pequeña cima, se muestra vigilante ya con su cara sur iluminada por un declinante sol.
Asiendo con presteza la carretilla, bien cargada, el agricultor se vuelve al pueblo en los albores de la tarde; el huerto queda allí, bien regado y nutrido a la espera de otra jornada; las ranas, en el calor de la casi tarde ya, han dejado de croar y los grillos mitigado su voz administrándola para el próximo crepúsculo.
Las insistentes chicharras, espoleadas por el sofocante calor, inundan la vega de estridencia llenando el campo de sopor mientras la sombra de la chopera del huerto vecino, unida al siseo de sus esbeltas ramillas, donde un solitario mirlo inunda de trinos el momento, cierne sus sombras sobre una pequeña siembra cuando un repentino vientecillo de lebeche comienza a zarandear con ritmo las hierbas y cañas refrescando el caluroso ambiente y el labriego vuelve la vista con orgullo para ver, de nuevo, el terruño que le sirve de dura pero esencial vida. Una centena de metros más adelante, al pasar por la casa del tío Antonio, se ve su carro, apostado a la sombra de un viejo sauce y la perra Linda acostada debajo de sus cuadernas en la refrescante sombra; la mula parda come del verde pasto y a la derecha asoma la vieja noria con su desvencijada madera, sus oxidados cangilones, en otros tiempos artilugio esencial para reconducir el agua desde la
acequia a los surcos de los huertos colindantes y hoy olvidada, sin uso por la intromisión de las nuevas canalizaciones.
El hombre, sigue su paso armonioso con la carretilla cargada en dirección al pueblo cuando ve venir hacía él la figura del tío Ramón, con su bicicleta, que se dirige al pequeño huerto que cosecha unas tahúllas más abajo, cerca de la Macolla.
- ¿Qué Ramón, a dar una vueltecica por el bancal? -Si- apostilla Ramón- Voy a sembrar una era de maíz, recojo al mismo tiempo unas habas para casa y arreglo un poco el espantapájaros que está hecho polvo-
-Bueno, yo me voy ya p´arriba que ya he recogido pa mañana llevar al mercao y a ver si llego a casa y me cambio para ir a la comparsa un ratico. -Pero ¿a la comparsa hoy? replica Ramón.
-Claro- contesta Rafael -Que llevo habas, caracoles y hierbabuena pa preparar unos platicos que esta tarde traen a La Mahoma y vamos a preparar en la comparsa un sarao-
- Bueno, pues lo dicho, me voy que no llevo reloj, pero deben ser más de las seis y media, que hace un ratico ya oí el pitio del "Chicharra" que viene a esa hora de Yecla y ese no falla -
-Vale, hombre, tira que no te se haga tarde, tira ligerico- dice Ramón empezando a pedalear de nuevo hacía La Hoya.
-Ale, hasta mañana, ve con Dios y lleva cuidaico no te caigas con la bicicleta en alguna linde- se despide Rafael con una sonrisa asiendo de nuevo las varas de la carretilla y andando hacía el pueblo.
La figura de Rafael, con su carretilla, es engullida por las primeras casas del lugar mientras ya se escuchan aislados tiros de arcabuz por la calle Nueva; al oírlos, Rafael acelera el paso.
-FIN-
Jerónimo Lázaro Milán, abril de 2021.
Fotos archivo Villena Cuéntame.
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