VILLENA por ALFREDO ROJAS
Yo pienso a veces que tú, Villena, eres eterna. No pudo haber antes aquí un desierto; o un bosque, o unas malezas sin vida, sin color, plurales a otras tantas. Quiero creer que, de una u otra forma, has estado así siempre; que el alma que posees es permanente, ajena incluso a la superficial corteza que finge apariencia distinta en cada edad. Porque yo creo que existe en ti una impalpable esencia que deja en mí su huella; que soy, radicalmente, fruto y compleja consecuencia de tantas cosas entre las que tienes, también tú, una parte.
Yo he buscado, alerta los sentidos, palpitando al acecho del indicio más leve, esa esencia inmortal que te supongo. Yo he surcado las calles silenciosas a la hora en que todos parodian, con el sueño, ese otro sueño que llegará un mal día y que no tendrá fin ni despertar; he transitado por las noches tus añosos rincones, he contemplado las mohosas paredes donde juega la cal a reflejar, en vano, la luna que la baña. He esperado a que todo se borre, se diluya; a que cesen los ruidos, se detengan las máquinas, se apaguen luces, colores, movimientos, toda la banal muestra de la presencia humana. He aguardado en un rincón oscuro hasta oír el silencio; para sentir la brisa que acaricia los muros, que trae indescifrables mensajes desde la honda negrura de la huerta, desde la fronda que componen los pinos de la sierra cercana, desde la altura donde las estrellas, frías e indiferentes, asisten inmutables al desarrollo de la tragicomedia humana.
Yo he querido fundirme con ese misterioso espíritu que tú personificas para intentar siquiera el atisbo de tu esencia. Porque es cierto que quienes aquí vivimos poseemos una suerte de talante compartido, una huella sutil que nos identifica. Decía un viejo pensador español que el ser humano es, a la vez, vida individual y vida colectiva; y, como consecuencia, cada uno posee, en compleja personalidad, unos matices impuestos por la comunidad en la que habita. Y yo me pregunto dónde radica esa circunstancia común que la ciudad impone; si solamente alienta en una herencia ancestral que se nos transmite a través de las generaciones, o es algo impalpable que emana de una realidad física compuesta por mil factores que integran a la ciudad y en su entorno. No he obtenido más respuesta que la intuición de ese impalpable espíritu. Aunque tal vez esta impresión sólo sea una ingenua ilusión o todavía menos: una suerte de irrazonado desvarío.
No obstante, es evidente que, al menos, existe un leve condicionamiento que identifica a los que aquí hemos nacido, o al menos hemos vivido gran parte de nuestra existencia. Como puede que suceda en muchas poblaciones donde la escasa inmigración ha permitido conservar las evidentes características que conforman a cada una de estas pequeñas comunidades. Por el contrario, son muchas las ciudades en las que un masivo crecimiento de la población foránea ha borrado las peculiaridades locales o las ha forzado a recluirse en reducidos barrios, casi en un «ghetto» donde se defienden, con un melancólico e infructuoso esfuerzo, las añejas maneras, los antiguos dichos, las seculares formas de conducta, el talante vital que ha ido siempre unido a los naturales o vecinos de cada población determinada.
Porque, irremediablemente, se pierde esa herencia que individualiza a tantos núcleos urbanos. Las viejas señas de identidad se disuelven poco a poco, lenta, aunque inexorablemente, ante la presión de los factores que el progreso trae consigo. Los medios de comunicación nos aproximan a todos; aumenta la cultura, en su aceptación de posesión de conocimientos; las formas de vida de muchas zonas del planeta nos son conocidas y, querámoslo o no, influyen en nuestra conducta. Y si todo ello puede calificarse de positivo, no lo es tanto cuando la presión de actitudes, normas y maneras de pueblos a los que se considera a la cabeza del mundo actual, influye para que se imiten irreflexivamente, y sin pasarlos por el tamiz de un previo análisis, mil factores que desde allí nos llegan. Cuando no, y ello es peor, son sutiles y subrepticias maniobras comerciales de gran alcance, servidas con poderosos medios, las que dictan conductas a las amorfas masas que componen hoy la grey humana.
Tendida al sol y al viento, indiferente, inmóvil la ciudad se extiende, desde la base de los desnudos contrafuertes de la sierra, hasta la verde frontera de la huerta. Destacan la mole del castillo, las siluetas de las torres de las dos iglesias; a fuerza de contemplarlas a través de los años, adquirimos en nuestra niñez, inconscientemente, leyes estéticas de formas y volúmenes, de exactos y proporcionados equilibrios. Una anárquica selva de altos edificios pugna sin éxito por alcanzar a las viejas torres; entre ellos, a semejanza de un enorme hormiguero, se agitan y afanan los ocasionales habitantes, yendo y viniendo en un incesante ballet falto de sentido, innecesario, inútil, pues lenta y fatalmente, va desapareciendo unos mientras otros se incorporan al estéril ajetreo. La ciudad asiste a él indiferente e impasible: dentro de unas décadas, todos serán otros. La fugacidad: nuestra fugacidad de seres que pagan la inmensa riqueza vital que poseen con la brevedad de una existencia que es apenas un destello. En contraste, la quieta pervivencia de las cosas; el perfil de los montes que cercan el valle, la estática silueta del castillo, la sierra cercana, vieja e inconmovible, omnipresente en la retina del villenense a cada atisbo. Y la ciudad, mi ciudad, perenne aún a pesar de la leve transformación de su apariencia. Yo me detengo hoy para cantarte: alguien como yo, casi sin nombre, uno más entre tantos de tus efímeros hijos, que por nacer en ti y beber de tu esencia, es como es y en cierto modo es tuyo. Mi ciudad; mis viejas piedras entre las que he sido no sé bien qué ni para qué; pero de ti. Un poco mi cuna, un poco mi madre, un mucho mi amor. Mi Villena.
26 oct 2024
1986 VILLENA
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