ESTÁ CON NOSOTROS
Al ser invadida Iberia
por las legiones romanas
en los albores de la edad primera.
combatieron sus nativos
contra el bárbaro invasor
por caminos, ciudades y campiñas.
Aquella raza indomable
nos legó su heroísmo
resistiendo diez años en Numancia,
y cuando no pudo más
murieron «todos a una»
sin doblar la cerviz al enemigo.
Así fue su final,
así acabó Numancia,
terror de la república de Roma.
Mas en los altos designios
de Dios, que escoge a los suyos,
los íberos tenían que ser ganados
para otro reino supremo,
por otro conquistador
sin estruendo de luchas sanguinarias.
«Predicar el evangelio
de fe, de amor y esperanza
a los hombres de buena voluntad
— ordenó el Señor Jesús
a su colegio apostólico —,
y serán salvos los fieles creyentes,
los de Judea, los de Persia,
los romanos, los helenos,
las razas todas de todos los tiempos».
De los nuevos sembradores
llegó a las costas de Iberia el
que tenía que decir la palabra
que es germen de salvación: el
ardiente «Hijo del Trueno»,
apóstol Jacobo de las Españas.
Y comenzó su labor
sin desmayo ni descanso
en el inmenso erial de sembradura:
mercaderes, forjadores,
labriegos pastoreando,
gigantesca colmena humanizada.
Aunque mucho se en forzaba
el apóstol de Judea,
su labor se estrellaba en la dureza
de aquellas mentes cerradas,
que no podían comprender
la verdad del mensaje salvador.
Mas en el año cuarenta,
la noche del dos de enero,
llevada en raudo vuelo por los ángeles
en cuerpo y alma mortal
se apareció en Zaragoza
la Santa María, madre de Dios.
Orando estaba el apóstol
y los suyos a la orilla
del Ebro, el más íbero de los ríos,
cuando vieron en el aire
una luz de amanecer
que brillaba como el sol del mediodía.
Portaban los serafines
una pequeña columna
y la imagen tallada de Sí misma.
Desde su trono de nubes
Manifestóse la Virgen a la
feliz caterva de videntes.
de Dios, que escoge a los suyos,
los íberos tenían que ser ganados
para otro reino supremo,
por otro conquistador
sin estruendo de luchas sanguinarias.
«Predicar el evangelio
de fe, de amor y esperanza
a los hombres de buena voluntad
— ordenó el Señor Jesús
a su colegio apostólico —,
y serán salvos los fieles creyentes,
los de Judea, los de Persia,
los romanos, los helenos,
las razas todas de todos los tiempos».
De los nuevos sembradores
llegó a las costas de Iberia el
que tenía que decir la palabra
que es germen de salvación: el
ardiente «Hijo del Trueno»,
apóstol Jacobo de las Españas.
Y comenzó su labor
sin desmayo ni descanso
en el inmenso erial de sembradura:
mercaderes, forjadores,
labriegos pastoreando,
gigantesca colmena humanizada.
Aunque mucho se en forzaba
el apóstol de Judea,
su labor se estrellaba en la dureza
de aquellas mentes cerradas,
que no podían comprender
la verdad del mensaje salvador.
Mas en el año cuarenta,
la noche del dos de enero,
llevada en raudo vuelo por los ángeles
en cuerpo y alma mortal
se apareció en Zaragoza
la Santa María, madre de Dios.
Orando estaba el apóstol
y los suyos a la orilla
del Ebro, el más íbero de los ríos,
cuando vieron en el aire
una luz de amanecer
que brillaba como el sol del mediodía.
Portaban los serafines
una pequeña columna
y la imagen tallada de Sí misma.
Desde su trono de nubes
Manifestóse la Virgen a la
feliz caterva de videntes.
Y la Señora le dijo:
«Jacobo, en este lugar
que Dios y mi Señor ha señalado
le consagrarás un templo,
y yo os prometo en su nombre
un raudal de infinitas bendiciones.
En prenda de esta verdad
quedará aquí, la columna;
sobre ella estará siempre mí imagen
hasta el final de los siglos,
y desde el pilar sagrado
velaré por la fe de toda España».
Pasaron veinte centurias
desde aquel año cuarenta,
cuando tuvo lugar este prodigio.
Se han sucedido mil reinos
de conquistas y derrotas,
de avatares infaustos y esplendores.
Todo se lo lleva el tiempo,
sólo queda lo divino: la
Virgen y el Pilar de Zaragoza.
También la misma Señora
quiso entregarnos su imagen
por medio de andantes peregrinos.
Aquellos desconocidos,
portadores de la Virgen
¿no serían dos ángeles del cielo?
Hay perfecta concordancia
entre el Pilar y la Virgen
también aparecida aquí, en Villena.
Si extiende su protección
sobre el ámbito de España la
Santísima Virgen del Pilar,
con la bella advocación:
«Señora de las Virtudes» será
fiel protectora de nosotros.
Reavivemos el recuerdo de
aquellos tiempos lejanos,
perdidos ya en las sombras de la Historia.
El azote de la peste
descargó sobre Villena
afligiéndola en todas sus familias.
Comieron el pan amargo
del dolor y de las lágrimas,
sin que hubiera remedio curativo
que atajase la epidemia,
cada día más extendida.
¡La peste hacía presa en tantas vidas!
Nada humano les valía. «¿Quién
nos salva de la peste?»
— era el clamor del pueblo en la desgracia —
Sólo les queda la fe
para dirigirse al cielo
y pedir la graciosa curación.
De modo maravilloso
se hizo elegir por Patrona
bajo la advocación de las Virtudes la
excelsa Virgen María,
siendo también desde entonces
Madre, Reina y Señora de Villena.
La espantosa virulencia
para siempre se extinguió,
quedando la ciudad libre de peste.
Y está Ella con nosotros a
través de cinco siglos
hasta el fin de los tiempos en la tierra.
«Jacobo, en este lugar
que Dios y mi Señor ha señalado
le consagrarás un templo,
y yo os prometo en su nombre
un raudal de infinitas bendiciones.
En prenda de esta verdad
quedará aquí, la columna;
sobre ella estará siempre mí imagen
hasta el final de los siglos,
y desde el pilar sagrado
velaré por la fe de toda España».
Pasaron veinte centurias
desde aquel año cuarenta,
cuando tuvo lugar este prodigio.
Se han sucedido mil reinos
de conquistas y derrotas,
de avatares infaustos y esplendores.
Todo se lo lleva el tiempo,
sólo queda lo divino: la
Virgen y el Pilar de Zaragoza.
También la misma Señora
quiso entregarnos su imagen
por medio de andantes peregrinos.
Aquellos desconocidos,
portadores de la Virgen
¿no serían dos ángeles del cielo?
Hay perfecta concordancia
entre el Pilar y la Virgen
también aparecida aquí, en Villena.
Si extiende su protección
sobre el ámbito de España la
Santísima Virgen del Pilar,
con la bella advocación:
«Señora de las Virtudes» será
fiel protectora de nosotros.
Reavivemos el recuerdo de
aquellos tiempos lejanos,
perdidos ya en las sombras de la Historia.
El azote de la peste
descargó sobre Villena
afligiéndola en todas sus familias.
Comieron el pan amargo
del dolor y de las lágrimas,
sin que hubiera remedio curativo
que atajase la epidemia,
cada día más extendida.
¡La peste hacía presa en tantas vidas!
Nada humano les valía. «¿Quién
nos salva de la peste?»
— era el clamor del pueblo en la desgracia —
Sólo les queda la fe
para dirigirse al cielo
y pedir la graciosa curación.
De modo maravilloso
se hizo elegir por Patrona
bajo la advocación de las Virtudes la
excelsa Virgen María,
siendo también desde entonces
Madre, Reina y Señora de Villena.
La espantosa virulencia
para siempre se extinguió,
quedando la ciudad libre de peste.
Y está Ella con nosotros a
través de cinco siglos
hasta el fin de los tiempos en la tierra.
Extraído de la Revista Villena de 1977
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