La llegada de la primavera muestra la variedad de árboles aromáticos: pino, almendros, manzano… Los campos llenos de amapolas aguardaban pacientes el vuelo incesante de los pájaros.
En mi infancia los días de Pascua eran una explosión de alegría, domingo de estreno, de sentimientos encontrados: de fe y de fiesta. Como siempre, la celebración de la Pascua era la llegada de procesiones, de penitencia y de echar cierre a la vida cotidiana.
En Villena se disfrutaban tres días de fiesta contando el domingo de Ramos, repartidos tradicionalmente. El primero, siempre, daba comienzo con la salida al campo situado en Bulilla. Mis hermanas y yo, con los vestidos recién estrenados, disfrutábamos el momento. Todos juntos, mis primos y nosotras, iniciábamos la caminata cantando canciones populares para entretenernos. Acompañadas de una cesta, que guardaba la merienda en su interior y la típica mona con su huevo duro y agua para la sed del camino.
Y el tercer día, “llamado el de las Cruces”, subíamos a la montaña. En medio de matorrales se buscaba un sitio donde poder saltar a la comba y en alguna roca grande se descansaba para tomar aliento o sacar a volar la vieja cometa ¡Que recuerdos, tan buenos! Cuando en el horizonte se dibujaba la luz tenue del atardecer, aunque con esfuerzo, se recogían las risas, las canciones, los juegos… se volvían con la ilusión puesta en el año siguiente.
Mientras el corazón me saltaba en la garganta y las venas me palpitaban como si la sangre fuera un panal lleno de abejas bailarinas, no podía creer que tanta alegría y nostalgia fuera capaz de tocarme hasta el último poro de mi cuerpo y de mi alma.
Por: Fabiola Martínez Espinosa (2020)
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