Relatos. Por Rafael Campos Ros
Estaba ya desde hacía algún tiempo enfermo en cama; las paredes de la habitación, siempre iguales, se me hacían insoportables... Sólo pensar que mis ojos estaban allí, encarcelados, sin ver más allá de aquellos gruesos muros, producía en mí un gran decaimiento y parecía que en vez de mejorar me ponía más enfermo.
Cerraba los ojos, y ya sabía que frente a mí había una vieja librería negra con treinta y ocho libros y un sujeta-libros en forma de cabeza de león; al lado, y pegada a la pared, había una silla de estilo isabelino con una ya gastada tapicería y por debajo asomaban los muelles del asiento. A un lado, se abría una pequeña ventana que daba a un oscuro patio de luces por donde más que luz entraban los gritos y los canturreos de las mujeres de la vecindad. El suelo, de ladrillo rojo, estaba todo suelto y producía agradables notas de música cuando se pasaba por encima de ellos.
Todas las mañanas, no muy temprano, entraba la mujer de la pensión, que me había tomado cierto cariño y me traía el desayuno. Era una mujer obesa, morena, con el pelo anillado. Pero, a pesar de su persona grotesca, resultaba agradable cuando se trataba de hablar y, además, entre aquellas cuatro paredes donde yo me encontraba tan solo, ella me servía de distracción y, al mismo tiempo, me animaba a mejorar.
Pronto me puse mejor y me levantaba de la cama para sentarme en un sillón de grandes orejas, con un tapizado de flores estampadas que llamaba mucho la atención.
Allí pasaba algunas horas leyendo algún libro de poesías de Neruda o Salinas... La mujer del pelo anillado continuaba subiéndome el desayuno y la comida a mi habitación. Pero un día me dijo que tenía que hacer un esfuerzo e intentar bajar al comedor... Yo, aparte de encontrarme flojo, sentía una horrible vergüenza de enfrentarme con todos los inquilinos, a los que hacia tanto tiempo que no veía Y no quise bajar.
Ella se negó entonces a subirme la bandeja y no tuve más remedio que hacer un esfuerzo y enfrentarme a todos aquellos por los que yo no sentía ningún afecto, pero que, debido al protocolo de nuestra sociedad, no tenía más remedio que saludar cortés y amablemente con una fingida sonrisa en los labios.
Ocurrió tal y como yo me temía, y entre todos no hacían más que acosarme a preguntas y preocuparse sin ningún interés por mi salud... Todo era falso, mentiras, grandes mentiras. No podía aguantar aquel ambiente entre aquellas gentes que murmuraban a mí alrededor y decidí salir a tomar café, en vez de hacerlo como siempre en la terraza cubierta de la que disponía la pensión para los días soleados.
Al salir a la calle, noté una sensación estupenda, me encontraba libre... Fui paseando largo rato por la calle de San Antonio, donde se alzaba una iglesia románica con una bella fachada. Pasé por delante de ella lleno de admiración y luego crucé para entrar por la calle de Santiago y llegar hasta la plaza de Roma, donde había un café pequeño con unos grandes ventanales que daban a dicha plaza.
A partir de entonces, solía ir a menudo por aquel mismo lugar a la plaza de Roma, y concretamente al café «El León Dorado». Allí, al principio, me sentaba solo en una de las mesas, tomaba el café y leía algún periódico de la misma Valencia o de su región.
Las gentes que frecuentaban el café «El León Dorado» eran sencillas y muy discretas, y era difícil entablar conversación con alguno de ellos. Pasó un tiempo, y al poco hice amistad con un señor que siempre estaba en una mesa junto a la que yo me sentaba.
Juan, así se llamaba él, era un señor grueso, de buena presencia y siempre llevaba traje de chaqueta oscuro con una corbata a franjas azules y rojas.
Juan vivía en la calle de Santiago, y entonces, todos los días, cuando pasaba por allí, subía a su casa para recogerlo, y de allí, después de haber conversado un rato, salíamos para dirigirnos al café de la plaza de Roma.
Juan era dibujante, y aunque la vista y el pulso ya no le acompañaban muy bien, hacía unas miniaturas con unos colores muy especiales. El me las enseñaba, y un día me regaló una. Estas miniaturas las vendía en una pequeña tienda de la calle Soria, donde las vendían muy bien a los visitantes y turistas, pues casi todas las miniaturas reflejaban la figura de una valenciana ataviada con su traje típico o caras redondas de mujeres valencianas.
Algunos días, en vez de ir a tomar café a la plaza de Roma, íbamos paseando hasta la orilla del río y allí nos sentábamos a contemplar algunos caballos que pacían tranquilamente o a algunos niños que jugaban a la pelota revolcándose por la hierba de las laderas del río. Cuando empezaba a anochecer y ya se notaba cierta humedad producida por el río, volvíamos a casa paseando tranquilamente.
Los padres de Juan habían nacido en Valencia, como él, pero una de sus abuelas era francesa, de un pueblecito cercano a Lyón.
Por esto, Juan dominaba perfectamente el idioma y, de vez en cuando, soltaba una exclamación en francés que yo comprendía dada la similitud entre algunos vocablos franceses y valencianos.
En Valencia pasé unos meses muy felices y fructíferos en los que tuve mucho tiempo para recapacitar.
Recibí una carta y, debido a mis conocimientos arqueológicos, me reclamaban en Alicante para un estudio profunda sobre los alrededores de la provincia.
Entonces pensé que sería una buena ocasión para visitar a una hermana mía que vivía en Villena y ejercía como enfermera en un hospital.
Hice mis maletas y, oportunamente, me despedí de mi amigo Juan, al que prometí que, nada más volver a Valencia, iría a su casa a hacerle una visita.
Pensé que haría mejor el viaje durante el día... Por la noche no me gustaba viajar porque no podía contemplar el paisaje y, como era nervioso, no conciliaba el sueño como lo hacen aquellos que acostumbran viajar en tren.
A la mañana siguiente, fui a la estación de ferrocarril y, pasando como pude por entre aquella multitud que corría y se daba pisotones y empujones, me instalé en el departamento de un vagón, en el que viajaban junto conmigo un sacerdote y una señora con un chico mayor, de unos diecinueve años, y dos niñas, ambas de quince y catorce años, aproximadamente. Yo me senté y di los buenos días; ellos me lanzaron una sonrisa afirmando con la cabeza tímidamente la contestación.
El tren empezó a moverse y lentamente fuimos saliendo de Valencia. Al principio, todos íbamos muy tranquilos y sin soltar palabra... El sacerdote, con las manos unidas sobre las piernas, contemplaba el departamento, sin saber a dónde mirar; los niños iban leyendo unas revistas y se apoyaban sobre los costados de la madre, que dormía plácidamente con la cabeza alta...; cada vez que el tren llegaba a una estación, la señora se despertaba bruscamente, cambiaba de posición y se volvía a dormir. Yo iba al lado de la ventanilla que iba abierta y entraba un aire caliente propio del mes de ju-lio. Conforme nos íbamos alejando de Valencia, el paisaje iba cambiando: los campos, los grandes campos de naranjos, iban desapareciendo y ahora se divisaban amplias extensiones de terreno cubiertas de viñas. Más adelante cuando ya estábamos cerca de Villena, los manzanos eran lo que dominaba: grandes manzanos alineados como un regimiento del ejército.
Era curioso ver a los hombres del campo, cómo iban cargados con un armatoste a la espalda y, por medio de una manga, pulverizaban aquellos frutos que pendían de los árboles.
Ahora, a lo lejos, se divisaba el castillo de Villena, antigua fortaleza que se conservaba muy bien y que daba un realce extraordinario a aquella ciudad.
Al llegar a la estación, había allí otro tren esperando para partir en dirección contraria y pensé si iría a Valencia. Bajé tras haberme despedido de mis compañeros y me quedé unos momentos parado ante la estación, pensando en el tiempo que hacía que no iba por allí... Mientras, el tren continuaba su ruta a la capital de la provincia.
Extraído de la Revista Villena de 1974
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