¡¡A "LA VIRGEN"!!
Yo recuerdo, y mis recuerdos tienen en este caso el melancólico perfume que me acerca a la niñez y a mi adolescencia, los viajes a "La Virgen" en carro; en uno de aquellos pequeños carros campesinos, acompañados siempre de un sonoro traqueteo, que el dueño preparaba cuidadosamente para la excursión; donde nos apiñábamos más de los que en rigor cabíamos ofreciendo la probabilidad de una proximidad turbadora, casi de una promiscuidad, con alguna chiquilla esquiva a la que antes de subir al carro habíamos tratado de acercarnos.
El viaje era siempre alegre. Se entonaban coplas, y cuando no, canciones que casi todos conocían y coreaban al unísono. A ellas se unía el contrapunto de las campanillas que adornaban el collerón del animal -asnillo de pelaje gris, calmosa y paciente mula o jaca nerviosa y piafante- y que sonaban sin cesar a lo largo de todo el camino. De un lado del carro colgaba, sujeta convenientemente, la oscura paella; en el fondo de las bolsas interiores, en pequeños sacos de tela blanca -los villenenses sacos del "pañico"- estaban las viandas. Y presidiendo simbólicamente, en alto casi siempre, la bota, con su ahilado chorro borboteante fluyendo en las gargantas, dejando en ocasiones, al final del trago, unas rebeldes gotas que se deslizaban por la barbilla y estampaban, de no andar diligentes, el vergonzante rosetón de la mancha en la alba camisa.
Hoy, el viaje a "La Virgen" es más cómodo y rápido, pero menos alegre. Son unos minutos nada más pendientes del volante, del adelantamiento al parsimonioso, del manejo de una máquina que tiene la dudosa ventaja de acortar el camino. Pero no la de hacernos ganar tiempo; porque usar de él placenteramente no supone perderlo, sino ganarlo. La felicidad, la dicha, o -dicho de forma más razonable- ese sosegado estado en el que nada se desea y se encuentra uno en paz consigo mismo y en armonía con lo que le circunda, es casi siempre un lapso de tiempo reducido y fugaz. No existe, ni siquiera está acorde con la condición humana, un beatífico estado de permanente ventura. Es, por el contrario, la suma de esos instantes, desperdigados, inconexos, lo que puede recibir el vago apelativo de felicidad.
Aquellos viajes eran siempre alborozados y alegres. Cuando se coronaba la pendiente que asciende hasta "los Cabezos", nos levantábamos para ver, a lo lejos, la mancha verde del caserío, la blanca construcción del Santuario, la cinta del camino que arranca de la carretera general y cruza la extensión de la antigua laguna en una larga recta que llega hasta los empinados escalones que acceden al recinto exterior. A la llegada, se redoblaba el júbilo; se saludaba ruidosamente a los conocidos que ya estaban allí y se distribuía por el suelo, bajo la sombra protectora de los pinos, cuanto había en el carro. Los mayores preparaban la comida; sobre unas piedras colocaban la paella. A los jóvenes nos mandaban a buscar leña y, cumplida la tarea, subíamos indefectiblemente, como si nunca lo hubiéramos hecho y con el ímpetu de los pocos años, hasta la cima del cabezo.
El pinar se llenaba de grupos; en todos ellos se preparaba la comida, a diferencia de los tiempos actuales en que sólo se almuerza, y a la hora de comer no queda nadie ya. La tradición de la comida sólo la guardan las Comparsas en su habitual jornada después de las Fiestas. Y mientras llegaba la hora del yantar, menudeaban las visitas de uno a otro grupo, los saludos y el ritual de ofrecer el trago de vino como una ceremonia de bienvenida. Se bebía en el porrón, en la catalana o en la bota; o en aquellos minúsculos barralicos de roble donde una caña, sabiamente cortada y convenientemente encajada, servía para dar salida a un abundante reguero que a más de un bebedor poco experimentado señalaba la ropa para todo el día.
Suele decirse que, a veces, es más grato el camino que la posada; no era así en este caso. Ambos eran igual de agradables. Se pasaba jocundamente la mañana; se "echaban las once", se comía, y al sosiego de la conversación concluida aquélla, al sopor de las primeras horas de la tarde, a las cabezadas de más de uno, sucedían los preparativos de la vuelta. Esta era más tranquila; con el dulce cansancio, con la placentera laxitud del día transcurrido, subíamos otra vez al carro mientras el sol, cerca del ocaso, doraba la altiva peineta de la sierra del Castellar que mira al Zaricejo. Ya en camino, se acomodaban los cuerpos con indolente abandono al movimiento del carro, se respondía desmayadamente al coro de las canciones. Y en el punto más alto de la carretera, cuando se alcanza a divisar la ciudad tendida al pie de la sierra de la Villa, como una alargada tarjeta postal, se veían encender aquellas bombillas de luz amarilla del alumbrado urbano que parecían titilar en la lejanía, como si nos hicieran guiños de amistosa complicidad, de alegre bienvenida.
Seguramente no es verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor. Lo que sí ocurre, y en ocasiones justifica el tópico, es que ponemos inconscientemente cada uno, en cada momento, mucho más de lo que en él sucede. Y el suceso cobra así más contenido de propia experiencia, de aportación personal, que lo que cabría esperar de su estricto relato, de su fiel y desnudo acontecer. Mis viajes a "La Virgen" son más yo, mi circunstancia intrínseca, que el viaje; más cuanto ponía en él que lo que pudiera desprenderse de este deshilvanado relato. Era uno de tantos menudos episodios en los que la vida, toda ella casi por estrenar, se abría ante mí. Episodios que hoy rememoro, en la madurez, con el agridulce regusto de lo irrecuperable.
Alfredo Rojas
Extraído de la Revista Fiestas de Navidad y Reyes 1990-91
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