25 nov 2022

1970 EL ARDACHO

LEMA: “mors ultima ratio” Trabajo galardonado con el 1 Premio del Certamen Literario "Gaspar Archent"
a tres guardias municipales por los que supe de esta historia
La culpa de todo la tiene el mierda del sonámbulo. Está visto que tendremos que volver a las quinielas, si no queremos morir como perros.
El tonto del pueblo, Juan Fernández, era además sonámbulo oficial desde que cinco años antes había vaticinado un número premiado en el sorteo de Navidad.
A partir de entonces, con las primeras lluvias de octubre, la multitud se congregaba ansiosa ante la puerta de la casa de Juan esperando el oráculo. Grupos de gente comenzaban a llegar a las diez de la noche con sillas, braseros portátiles de cisco, botellas de cazalla y cantueso, e incluso algunos arrastraban mesas para la partida de truque. Las familias organizaban sus relevos hasta las seis de la mañana, en que el olor a churros calientes del kiosko cercano desbarataba la extraña tertulia. Tal era su fama, que de toda la comarca acudían expediciones los sábados para asistir a ella. El índice de mortalidad creció brutalmente, y el reuma se hizo enfermedad congénita y característica del pueblo, por lo que el alcalde, dada la insistencia de los médicos, se decidió a instalar gigantescos toldos.
Durante el día, Juan Fernández deambulaba por todas partes ante la indiferencia de la gente. En las casas se hacían novenarios y, en los bares, a medida que se acercaba el 22 de diciembre crecía una bronca irritación: "mira que el jodio sonámbulo, que no hay quien lo haga piar", "pues yo tengo a mi mujer en la cama. Está visto, que el muy hijoputa nos va a enterrar a todos".
Desde la primera y única profecía, habían transcurrido cuatro años de infructuosa espera. Los más asiduos recordaban una noche la más fría que conocieron), en la que Juan Fernández se asomó a la puerta en estado de inconsciencia y pidió limones. Permaneció en el portal medio minuto, pues despertó súbitamente; miró asustado a los contertulios y cerró con un portazo ante la desesperación de todos. Al día siguiente se leyeron bandos prohibiendo "algarabías y ruidos de sillas en caso de abrirse la puerta".
La animación creció de forma inesperada en el quinto año. Desde las primeras horas del sábado, arribaban al pueblo mercachifles y vendedores ambulantes de toda la región, y a las doce de la noche comenzaba una velada artístico-musical. Un entarimado colocado a tal efecto, servía de escenario a prestidigitadores, domadores de perros, orquestinas de mambo, y varios desechos de los tugurios de la capital, con tetas como melones, que acaban sus piezas siempre deslizando voluptuosamente sus pañuelos del cuello. Este era, sin duda, el número que más entusiasmaba a la gente y la razón por la que el cura no asistía los sábados. La excitación se trocaba por blasfemias, carcajadas y borracheras, haciéndose acostumbrada la intervención de los agentes del orden para impedir consecuencias graves. Mientras tanto, Juan Fernández dormía apaciblemente ajeno a lo que ocurría alrededor de su casa.
Aseguran que ocurrió el sábado 3 de diciembre. Desde las dos torres se desplomaron quejumbrosas, sobre todos los tejados, las campanadas que en los dormitorios desiertos eran el sigiloso tic-tac de las tres de la madrugada. Debajo del entoldado nadie lo percibió porque nadie quitaba los ojos del espectáculo. De pronto, por encima del confuso griterío, tres golpes secos enmudecieron a la gente. Era evidente que el grueso pestillo había sido descorrido. Las voces se escaparon como gatos asustados. Sólo una ligera llovizna seguía bailando sobre el toldo con un canturreo cada vez más tenso, segundo a segundo insoportable. Los goznes del viejo portón chirriaron lentamente. Un solo latido se escuchaba debajo del entoldado como caja de resonancia, más potente, más acelerado, más ronco, más angustioso, a punto de estallar y saltar por las bocas entreabiertas. El amplio zaguán apareció ante la vista da todos. Juan Fernández cruzó el portal. Se estacionó en la acera. Miró en derredor. Dio media vuelta. Volvió a cruzar el portal. Cuando la puerta se cerraba (aseguran que fue 'Pascual Ferrero): "Juan, Juan, Juan". De nuevo apareció en el umbral. Cruzó el portal. Se estacionó en la acera. Fijó su vista en el toldo. Las cinco mil cabezas miraron hacia arriba... "Dinos qué número va a ser el gordo". Los cinco mil pares de ojos a un tiempo se clavaron en la boca de Juan: "un ardacho de dos colas, en su agonía sobre ceniza os 'lo dirá". Fueron unas palabras débiles, lentas y ceremoniosas que petrificaron a la gente. Hasta el mismo Pascual Ferrero no pudo reaccionar. El pitoniso (como ya le llamaban a Juan Fernández), dio media vuelta. Avanzó hacia la puerta. Acarició la aldaba. Cruzó el portal. Cerró.
Con el portazo, los cinco mil cuerpos inmovilizados despertaron. El estupor se transformó en alegría desbordante. Mesas, sillas y botellas volaron contra el toldo en abrazos, llanos, risas y canciones. "Por fin, por fin". Los vendedores estrellaron sus barquillos y baratijas contra el entarimado; los prestidigitadores degollaron sus palomas y conejos, y asándolos junto a los perros del amaestrador, organizaron un solemne banquete. Un emisario avisó al cura y las campanas tocaron a gloria de resurrección toda la noche. El propio Don Celes en persona acudió con toda urgencia. "¡Un ardacho de dos colas!" "Esto es la fortuna". "Por fin vamos a ser ricos". El estruendo y el bullicio eran contagiosos. Los que dormían abrieron sus balcones de par en par y bajaron a la calle. "Un ardacho de dos colas". "Un ardacho de dos colas". "Padre, padre, venga". "Voy". "Quiero que el gordo me coja en gracia". "Los cristales de la Churrería fueron hechos trizas. Las ruedas de Churros se utilizaron como sombreros y la banda de música comenzó un desfile por todas las calles, seguida por toda la multitud, que engrosaba incesantemente. Concluyó la extraña diana en la iglesia de Santiago, donde se cantó un Tédeum, no sin antes prohibir don Celes el paso a las bailarinas.
Había cesado de lloviznar. Algunas estrellas guiñaban el ojo al alba que empezaba a romperse en luz.
Mejor es que nos organicemos. Nada de ir cada uno a buscar por un lado. Los cinco juntos y si lo encontramos nos repartiremos el premio. Y ante todo, silencio y secreto riguroso. Nosotros que con picos, palas y un carro buscamos el primer día en San Juan; que al día siguiente rema-vimos todas las rocas de Sierra Salinas; que a las seis de la tarde, concluido el trabajo, subimos al carro con porrones de vino gordo de la bodega de la Ramona, una orza de altramuces, habas hervidas y cinco linternas y atravesamos el pueblo que se retorcía en torbellino buscando el ardacho de dos colas, porque lagartos de una cola hemos cogido más de catorce, pero de dos colas es jodido encontrarlos; nosotros que llegamos al Cabezo Redondo con los riñones y las cabezas a trompazos encima del carro contándonos cosas de la mili que ya nos sabíamos porque desde pequeños como comiendo en el mismo puchero y volvimos sin haber encontrar al maldito ardacho con el chorrete del vino frío como 'los huesos chocando contra el gaznate y las habas calentitas que las hacía como nadie la mujer del guardia Gil, con perejil y espliego. Y en los bares, que nada, que se habían hecho expediciones a la Mancha, que parecía imposible, pero que no se encontraba. Y al día siguiente, que regresamos ya de la Sierra San Cristóbal y que el guardia Gil, jodido, le da una patada a una piedra y sale corriendo un ardacho.
Las dos colas, como un cocodrilo, y que nos tiramos encima cuando ya se había metido en un escondrijo que descubrimos a picolazos, y el guardia civil agarra el ardacho, que se hacía el muerto y nada de aspavientos ni alegría, como si no le hubiéramos encontrao. Nosotros que llegamos a casa del guardia Gil y lo encerramos en un cajón lleno de ceniza que ya tenía preparao, y, ¡cómo se revolvía y qué coletazos pegaba el maldito!: nosotros que nos conjuramos a no decir nada a nadie ni a las mujeres porque se les escapa en el mercao, y nos vamos cada uno pa nuestra casa con cara de escopeta y qué pijorra, que el ardacho no aparece. El caso es que esa noche no pegamos ojo y sin despertar a la parienta nos despertamos a ver el ardacho que ya estaría agonizando y a punto de marcar los números del gordo. Pero nos quedarnos con las ganas porque el guardia apostado detrás de la puerta, nos fue cosiendo a navajazos conforme que tenemos la tripa como un colador, con ocho o nueve agujeros del tamaño de un perro gordo, con su navaja de dos palmos el muy cabrón, porque era gitano y nos lo demostró. Nosotros, que siempre habíamos dicho que de lo que se mama se cría y que el dinero pringa, pero eso no lo tenía que haber hecho con cuatro amigos como hermanos de toda la vida el muy cabrón.
No me explico cómo se lo olió la gente, porque estoy seguro que los cuatro primeros que enrobinaron la navaja no piaron. Pero no había hecho más que subirlos a la cambra y repasarlos a los cuatro que aún me miraban con asombro y con miedo cuando, jódete, que llaman a la puerta y que me cargo a otro y a otro y a otro y que me vuelven a llamar y no hay más remedio que abrir porque se forma el escándalo y se entera todo el vecindao y que abro con la faca dispuesta y, zás, de entrada me corta el cuello de un tajo con una hoz el muy hijoputa, que me roba el ardacho que ya estaba dando los últimos coletazos. Y la gente que venía, ¡hay que joderse cómo se habrá enterao la gente!, y que pisaba mi cuerpo, miraba en los cajones y salían disparados todos detrás del ladrón en la noche negra de nubes negras, y yo que ya no oía mi sangre viscosa que resbalaba calentita por las piedras calle abajo.
Las campanas despertaron al pueblo doblando a muerto. Se había organizado una expedición a las Serranías de Ronda donde, aseguran, abundan los ardachos de dos colas. Pero la noche anterior, Pascual Ferrero contó en una tasca haber visto con gran contento al guardia Gil y a cuatro más en las proximidades de la Sierra San Cristóbal, por lo que se aplazó el viaje hasta comprobar si efectivamente poseían el preciado lagarto llave de la fortuna. Ahora, por la mañana, nadie lo ignoraba, aunque todos trataban de ocultarlo. Más de cien muertos tumbados en las calles entre gritos, lamentos y gotas gordas y sonoras en que se habían desgarrado las nubes de la noche, eran el más fiel testimonio. Uno de los muertos, con la cabeza chafada, apretaba en sus manos el ardacho de dos colas también muerto.
El alucinante entierro se arrastraba como un ciempiés gigantesco junto a la fuente de los burros. La calle San Sebastián, que desemboca en el cementerio, recibió primero la cruz alta de níquel que desriñonaba al monaguillo de sotana colorada y roquete blanco. Don Celes lucía capa negra de funeral mayor con brocados y galones dorados. Le acompañaba el sacristán con el hi-sopo y los libros de ritual. Tras ellos, el pequeño ataúd de madera de 'pino sostenido por cuatro hombros en relevos sucesivos. Boinas, calvas sin brillo, cabellos negros y rubios, lacios y rizados, se apretaban en un inmenso cortejo fúnebre que abarrotaba la calle San Sebastián. Y las campanas de las torres... dom, dom, dom..., graves, incansables.
Las tabernas habían cerrado. Un silencio denso flotaba en todo el pueblo. El luto local ordenado por el alcalde se traslucía en cientos de crespones adosados a los 'balcones y carteleras de cine. Nadie acudió al trabajo. Desde primeras horas de la mañana, grupos de gente se reunían en corrillos susurrando los últimos acontecimientos. "A las seis de la tarde el entierro". Había en todos ellos miradas solapadas y torvas, reproches mutuos, tragedia íntima y satisfacción por el infortunio ajeno. "A las seis de la tarde": "A las seis de la tarde, no faltaré". Y las campanas de las dos torres... dom, dom, dom..., desde el alba, hundiendo a cada golpe la conciencia del pueblo en un remordimiento desesperado.
Anochecía. Un viento helado levantaba al vuelo la capa funeraria. Las famélicas bombillas prendieron reflejos amarillentos en el ataúd, el inmenso rebaño se arrebujó en sus bufandas y gabanes, apretándose más unos contra otros. Del suelo emergían broncos chasquidos que apenas entreabrían las ventanas y los labios angustiados de las mujeres: "En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, amén; qué desgracia es la vida; alguna vez nos tocará a nosotros". En el murmullo sombrío que chocaba una y otra vez contra la caja del muerto, volviendo a todas las bocas, se percibía una culpabilidad común y el temor a males mayores. "Nunca una desgracia viene sola". Don Celes musitó algo al oído del sacristán cuando la fría cruz de níquel arrastró al monaguillo hasta el comienzo del camino del cementerio. El acompañamiento funerario era entonces una oscura masa compacta de movimiento, imperceptible y las campanas seguían con su dom, dom, dom..., oprimiendo las sienes, asfixiando las gargantas. Los altos cipreses que escoltaban el entierro, cabecearon indolentes ante la furia de un viento silbante y frío que se hincaba en los huesos. Nadie se explicaba lo ocurrido. Era una marcha fantasmal, con la que se enterraban las ilusiones del pueblo. "Pero es increíble. Quién nos iba a decir a nosotros. Qué pesadilla tan espantosa, lo vamos a recordar hasta en el infierno". Así, temblando y murmurando, el cortejo fúnebre atravesó el camino de los cipreses en completa oscuridad. Junto a las puertas del cementerio, un cacho de madera indicaba en carbón los puntos "er ser porturero". Y el sepulturero estaba esperando al difunto en mangas de camisa con una botella en la mano derecha. "Ego te...". Llevadas y traídas por el viento, seguían escuchándose las campanas de las dos torres que ahora rebotaban de tumba en tumba.
"mors ultima ratio". Junio 1970.
Vicente Valero Costa
Extraído de la Revista Villena de 1970

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