EL HOMBRE, LA ERMITA, LA FUENTE Y EL PUEBLO FRENTE AL SANTUARIO DE LAS VIRTUDES
EL HOMBRE
En los momentos inquietantes, aquí o allá, no importa el pueblo o la ciudad, surge siempre el amigo. Como una imposición de la Eternidad, basta una presentación o unas palabras, para que el milagro se realice. Es tanta la influencia mística de estos encuentros, para quien no lleva en sus jornadas, a cuestas, más que el corazón y el pensamiento, que el brote fraternal del amigo sumerge al espíritu en una enorme y gozosa perplejidad. Aquí en Villena, desde los primeros pasos dados en la misma, hemos podido saborear el encanto delicadísimo de la Amistad, personificado en don Ramón Campos Bonastre. A este joven y activo comerciante, debemos infinidad de atenciones, ese apoyo moral, que a través de la historia, hubo de serle imprescindible, lo mismo al brigadier Bonaparte, para llegar a ser Emperador, como al humilde literato, que a menudo brota en el arroyo social, imponiendo: o sus poemas o sus novelas. Y fué en uno de esos momentos de cordialidad, cuando el amigo Campos Bonastre, nos invitó a conocer el santuario de las Virtudes, lugar famoso en la provincia de Alicante, ya que por la Tradición, el pueblo villenense, siente un cierto escalofrío emocional, frente al mito o revelación milagrosa, tras de la cual, florece augustamente la fé, en torno a esa Virgen, que arrebujada en su manto, se perfila en el altar mayor del santuario, como emocionada ante el temblor de beatitud de la muchedumbre.
LA ERMITA
Es antiquísima. Al descender del automóvil nos pasma en la calma primaveral del ambiente, su soledad y recogimiento. En torno de ella, como amurallándola amorosamente, la extensión magnífica del campo, de cuyo surco, surgen, agitados por el soplo renovador, el olivo y el viñedo, como tesoros preciadísimos del acerbo social. Gran balaustrada, como en anfiteatro esculpida le dá vistosidad a aquella y es como un atrio, antes de penetrar en el zaguán, sencillamente encalado y cuyo silencio, en estos momentos, no turban más que el cruce de unos palomos por los Espacios y las voces idílicas de unas nenas embebidas en juegos primorosos. Es medio día y tercera jornada de Pascua de Resurrección. Contemplamos la capilla y recorremos sus naves, y un instante, hemos quedado sobre-cogidos, contemplando dos lienzos vetustos y auroleados por el Tiempo, y que según nuestro humilde parecer, guardan cierta analogía por sus trazos, sus personajes y su colorido, con los de Juan de Juane y el Veronés. Entre la fragancia que de la campiña nos llega, nos parece ahora el santuario, un remanso fugaz, pero adorable por su jugosa intimidad, beata y resplandeciente. En la introspección de cuadros imágenes e inscripciones en latín, nos acompaña el capellán, en-cargado de la ermita, don José Gil Carpena. A su bondad debemos un importante documento, respecto a la fuente del Chopo y sus aguas, y que en este mismo número insertamos. Unas mujeres, con aire modesto y recogido han entrado en el santuario. Arrodíllanse y sus pupilas y ademanes van entrelazados como en ofrenda sacratísima hacia el altar, donde se muestra la Virgen de las Virtudes. Por las naves, silenciosas del templo, ingenua como el Alba, se expande una oración...
LA FUENTE
A los pies del monte discurre. Es clásica en el corazón de los villenenses, por qué de ello arranca, a través de fábula misteriosa y aromada de Eternidad, el fervor religioso de los moradores de esta ciudad hospitalaria. Un tosco templete la resguarda, inmovilizado a través de los años como un testigo irrecusable de su historia. Por un acueducto angosto circula el agua. Al clarearse el subterráneo, es como una acequia el canalillo que la transporta, y es tal su transparencia, que la multitud de peces que en su basamento liquido se agitan, sugiere la sensación de un lindo Acuario, cuya impasibilidad de cristal rompe la corriente que, sin turbulencias, arrastra con lentitud, su maravilloso murmullo, que es como una bella y mística melodía de la Naturaleza. Esta misma fuente del Chopo embalsa sus aguas en un recipiente, con bordillos de piedra orillado, y bajo la techumbre que le convierte en insospechado lavadero, unas mocitas, limpian cacharros con limpidez campesina, echado el busto sobre el transparente de las aguas en tanto un ligero viento, agita con suavidad sus cabelleras profusas, de vírgenes rústicas y soñadoras, En uno de los muros, un octogenario, estirado y grave y, quien sabe, si carente ya de ritmos en el pensamiento, contempla de pié el campo, que el Sol envuelve en el abrazo fraternal y lleno de misericordia de su luz.
EL PUEBLO
¿Vamos? dice el amigo Campos Bonastre. Por todas partes, grupos de romeros de estas Pascuas, cantan y ríen, envolviendo en un trémolo de vida, a la dulcedumbre inmaterial que irradia del monasterio. Es atardecido y a lo lejos, la carretera, es como un blanco .e impoluto motivo musical, de tan fragante como se nos muestra en la lejanía. Subimos al auto, Van a espaldas nuestras, sentadas, tres mozas de perfil austero, pupilas enturbiadas por la emoción y ademanes, que, monásticos parecen, por la severidad de sus movimientos. Transpuesto el atrio, la carretera. El campo, festoneando siempre el camino. Por doquier, grupos bullangueros. Algún rebullo, distante, al pié de los montes. Gritos de la multitud y paz serena en el ambiente campesino. Por entre el verde de los sembrados, las casas de labor ofrecen su armonía de puertas y ventanas, toscamente labradas, en las que, o un apero de labranza, o una maceta con flores, embellece el conjunto de estos retiros campestres, que a nosotros, hombres de ciudad, nos sobrecogen por un cierto temblor religioso que en los mismos advertimos, cuando anochece. Impulsados por la visión placentera del monasterio, hemos vuelto las miradas al mismo. En el dintel de la puerta central, continua el sacerdote. Y frontera a él, difuminada por la distancia, la tosca cruz de piedra que encentra el atrio, Y hemos pensado ante el pueblo que olvida sus tremendas tristezas: «He ahí el símbolo glorioso de los tres principios cardinales del Mundo: el que medita y El Ser que murió en la Cruz, por amarnos tanto, y la multitud que por querer vivir materialmente tan sólo, olvida que sin el Amor, no es posible alcanzar una existencia alta y profunda.
JOSE ALCINA NAVARRETE
Agradecemos a nuestros lectores, que el día que dejen de recibir nuestro periódico, nos lo comuniquen inmediatamente.
Extraído del periódico EL DIA Miércoles 15 de junio de 1927
Cedido por... Juan Vale Carrasco
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