¿Cómo fueron aquellas fiestas de 1939?
¿Cómo fueron, incluso qué fueron aquellas fiestas de 1939, las primeras que presencié? Hace años, bastantes, que con insistencia recurrente me hago la pregunta, una que nunca he trasladado a nadie. ¿Para qué? Obviamente tales apreciaciones resultan sin remedio subjetivas, y es dudoso que la consulta, aunque fuera plural, añadiera conocimiento.
En una colaboración pasada, cuando todavía era imposible escribir sin reticencias ni reservas, conté, zambulléndome en mi infancia, mis impresiones, tal vez meras sensaciones, las reacciones del niño medroso y atribulado por las circunstancias hostiles que descubría simultáneamente, con las de «moros y cristianos», las fiestas, si se prefiere la Fiesta, y Villena, el pueblo, esta comunidad viva a la que, no importa que ausente luego, me ataría de corazón para siempre. En ese número de este papel que registra realidades más soterradas y cotidianas que la crónica anual y notoria de un rito placentero, la corriente de su convivencia, aunque sea intersticial, vertí las emociones de entonces, aquel pasmo que a uno quizá le transportaría definitoria y definitivamente.
Pero mi respuesta, quiero, necesito creer que espontánea, la precocidad tropieza con los límites, aunque fielmente preservada, no comprende, no atraerá jamás la otra, la que reclama mi interrogación. ¿Cómo fueron aquellas fiestas, las primeras mías y las primeras que, tras la violenta turbación de la guerra, aparecían embozadas, no sé si ocultas, en la no menos espantosa calamidad de una postguerra cuyas salpicaduras todavía nos alcanzan e incluso sobresaltan? ¿Qué diversión que no fuera la cruel y escarnecedora de la lustración era posible en un lugar de aquella España en que la mitad, es el cómodo decir, empujaba a la otra al paredón de las ejecuciones, a la muerte vicaria del exilio, al horror de las cárceles, al silencio, a las diarias humillaciones de una derrota despiadada? ¿Qué exceso, disipación, despilfarro, dones propios y venturosos de la fiesta, de todas, se harían en el seno árido de la miseria cutre y harapienta que anegaba en su pleamar irresistible al país de las cartillas de racionamiento, los comedores de Auxilio Social (sic), el estraperlo, la corrupción que ponía sus iniciales sillares, sólidos, rotundos, duraderos, benditos por supuesto? ¿Cómo se instalaba, alzaba allí, ápice de la desolación, en aquel universo concentracionario de hambre y angustia, el risueño catafalco de la fiesta? ¿Oro u oropel? ¿Verdad o mentira? ¿El jolgorio como pesadilla diurna? «Mira Nero de Tarpeya/ a Roma como se ardía,/ gritos dan niños e viejos,/ y él de nada se dolía».
Aquellas fiestas resultaron, tales las veo en las imágenes de la memoria, brillantes, deslumbrantes. ¿Eran la exaltación y la exultación de los vencedores, su desbordado y expansivo desquite, su desahogo por tres años en suspenso? ¿De ellos solos, echando por la ventana el patrimonio que había escapado, por torpeza e ignorancia ni qué decirlo, a la rapacidad voraz y resentida de las hordas sedicentemente revolucionarias, aquéllas que eran por sino ineluctable feas, mugrientas, malvadas y, claro está, rojas? No debo ocultar mis dudas. ¿Es que los vencidos que cuando no otros disfrutes tenían a su alcance el sol de septiembre, no se habían enterado de nada? ¿Empezaban tan temprano a arrojar por los sumideros del miedo la historia, la propia biografía? ¿Se enrolaban ya en la larga marcha hacia el olvido? Siempre he advertido que el español, con las heridas en carne viva, todavía no había interiorizado, absorbido, asumido sus terrores, embotado su conciencia; esos recursos defensivos para ir tirando a todo trance, a cualquier precio, vendrían después, le sobre-vendrían a la larga. Las tensiones anímicas prolongadas suelen ser insoportables.
Sin embargo, al reflexionar ahora, sospecho que pude equivocarme entonces, que he podido perseverar en el error. Suelo confundirme. Quién sabe si la extenuación de la guerra, y el agotamiento consiguiente empujaban al personal a la embriaguez evasiva de la fiesta. Inclusive, qué difícil es determinar en qué momento se produce uno de esos cambios que afectan al talante y al comportamiento colectivos, a lo peor daba sus vagidos la mayoría muda. Esa suele darse en casi todos los parajes y en cualquier estación. Solemos, yo el primero, cometer injusticia con ella. Su presunta bodoquinería a lo mejor es más aparente que real. En algunas situaciones airadas la rabia y la rebeldía desembocan en estupideces suicidas y de una cabal inutilidad. Entre la gente de esta tierra, no me refiero a la valenciana sino a la hispana en general, se ha usado abusivamente de la prodigalidad del gesto, de la bizarría por y, sobre todo, para nada, la kermese heroica y el flatus vocis. Aquí se le echó mucho calderón a la vida (Don Rodrigo, sí que también don Pedro contribuyó lo suyo), es decir, a la muerte. Y toda esa admirable y corruscante faramalla se acabó. Por ahora, al menos. No sé si el español está sano o enfermo de pragmatismo, prudencia y al cabo sabiduría. Si está dispuesto a pagar lo que sea por alentar. Recelo que la vida no tiene precio, que nada resarce del frágil resuello de una persona.
Aquellas fiestas fueron muy gallardas para ser ciertas, del todo ciertas; demasiado aparatosas para populares, del todo populares. Aunque no había surgido en el horizonte el trastorno apacible del turismo, su traición troyana, andaba por medio, en su apogeo, la propaganda. Tal lectura evidentemente no estaba uno preparado para realizarla; su eventual, seguro trasfondo no iba a apreciarlo el niño aturdido y asombrado a la sazón. Pero desde esta distante posada de mi camino presumo que tras la marcial tiesura de aquellos desfiles que, involuntariamente, es natural, ofrecían en clave paródica la voluntad, vocación y demás fantasmagorías imperiales que la pseudoideología dominante proclamaba, latía un corazón que espera desde la sima de su desesperación exasperada; tras aquel infierno, perdón, paraíso de teatro había un incendio, o un rescoldo, la leña no permitía más, de veras.
El pueblo de Villena, como todos los de las Españas aherrojadas, al que tantas y tan radicales pertenencias habían secuestrado, a lo mejor se aferró a la de la fiesta, la de su alegría liberadora, para no sucumbir a la ominosa pesadumbre que lucía sus irrisorias galas de estreno.
Josévicente MATEO
Extraído de la Revista Villena de 1982 - Fotos archivo VC
No hay comentarios:
Publicar un comentario