EL TIRO (CUENTO) Por… Sebastián García
— Bueno, ya está bien de cuentos. ¿Me lo dejas o no?
Antes de contestar dio la vuelta en la cama.
— Allá tú. Pero tengo poca pólvora.
No había abierto los ojos. Lo levantó. Era un buen arcabuz. Pesaba bastante. La culata era de madera deslucida y negruzca. La boca, estrecha; algo sucia por dentro y verde en los bordes.
—El seguro está flojo. Atalo o no podrás tirar.
—Bien.
Alzó el percutor en dos movimientos. Quitó el seguro y lo movió hacia adelante y hacia atrás. Estaba oxidado y cedía fácilmente. Lo sujetó al cañón con un hilo de bramante. Se abrochó al cinto la cartuchera de cinc.
—Me voy.
Cogió la caja de pistones y unos guantes de piel marrones, viejos, que tenían dos o tres dedos rotos.
Hasta luego.
Salió a la calle. Eran las cuatro y cinco. No había casi gente. Se dirigió hacia las afueras a paso rápido. Lo llevaba horizontal, apoyado el cañón en el hombro, la mano en la culata.
—¿Dónde vas?—estaba sentado en un café—. ¿No sabes que hoy salen de allá?
¡Ah, sí!
Dio la vuelta. Caminó un rato. Corría. Lo cambió de hombro. A lo lejos se veían nubecillas de humo. Oyó disparos amortiguados que cobraban intensidad a medida que avanzaba. Iban en dos filas, distanciados unos de otros. Detrás, la Banda tocando un pasodoble. Apartó a la gente y se situó a un lado.
— Ya era hora.
Te habías dormido, ¿eh?
Como pudo se colocó el guante de la mano izquierda. Asió el arcabuz por el centro y buscó con la derecha un cartucho. Mordió la punta precipitadamente por debajo del gancho y notó el sabor acre de la pólvora Escupió dos o tres veces. Vertió el contenido por la boca del arma. Zarandeó el cañón y puso otro. El de delante se volvió.
—Voy a hacer bang.
La voz era chillona. El individuo manipulaba un arcabuz pequeño, casi infantil, de boca ancha
Me rota hacer bang.
Levantó el percutor con el pulgar y colocó un pistón. Alzó el arma con las dos manos, inclinada, y oprimió con suavidad el gatillo. Retumbó el disparo y el arcabuz reculó violentamente, escapándosele casi.
Ahora yo. Voy a hacer bang.
Iba todavía medio vuelto. Tiró, por fin, y el ruido sonó apagado, ridículo.
—He hecho bang.
Se acercaban al castillo. La comparsa que les precedía se había detenido en la esquina. Hubo un instante de silencio, roto por una descarga cerrada. Enseguida se oyeron dos tiros más, rezagados.
—Vamos cuatro gatos, como siempre.
— Estarán durmiendo.
Ató más fuerte el hilo de bramante. Siguió disparando. Quedarían doce o trece cartuchos. Quemaba.
--Hoy éramos cinco en las salvas.
—Y luego se quejarán por el premio.
Estaban ya en la Puerta de Almansa. Se adelantó el embajador a caballo. De la grupa colgaba el bocado rojo. Trajeron un micrófono. Empezó a hablar y el aparato falló. La voz se oía falsa y lejana. Se rieron algunos Por fin, lo arreglaron y volvió a empezar. Hablaba rotundamente, con acento. Hacía calor.
¿Qué vas a hacer esta noche?
Se había sentado en una de las sillas de la acera con el arcabuz entre las piernas.
—No sé —se encogió de hombros . ¿Y tú?
—¿Yo? Lo que salga.
Cerró los ojos. Estuvo así un rato medio dormido. Le despertó un grito. La embajada había llegado a su punto culminante. El cristiano, alzado en los estribos, pronunciaba en tono grandilocuente las últimas frases. Retumbó un arcabuzazo. Gritaron de nuevo en el castillo agitando dos o tres banderas. Centelleó la hoja de un sable. Atronaron las primeras descargas.
—Vamos.
—Estoy muerto.
Lo cargó con un solo cartucho y tiró. Los moros se retiraban con más o menos orden. La confusión aumentó con la música.
—No me queda casi pólvora.
—Vamos a subir.
—Estaban a dos metros de la puerta.
— ¡Cuidado! — lo apartó de un empujón. —¡Animales!
A un paso de ellos había caído la Mahoma empujada desde arriba.
Por poco nos mata.
No pasa nada.
—Alegría, alegría que estamos en Fiestas.
—Vámonos.
Esperaron un rato en la esquina. —Y ahora ¿qué?
A acompañar la bandera.
Aún se oían disparos.
—Hola. ¿Qué hay? No os había visto — Hola.
¿Me dejas un tiro?
—Se me ha acabado la pólvora. Pide por ahí. Se alejó.
Ahora verás —metió los cartuchos que le quedaban.— Se ve a llevar un susto de muerte.
Zarandeó el cañón. Llegaba el otro.
Me han dado dos.
— No son muchos, pero va bien.
Tendrás pistones ¿no?
—Sí, aquí hay le tendió el arma.— Espera que nos larguemos, no sea que...
Lo cargó despacio, con seguridad.
— Venga, hombre, no es para tanto
— ¿Qué no?
—Apretó el gatillo, retumbó un arcabuzazo horrible y el cañón salió por los aires describiendo un arco perfecto. Fue a caer cerca de un viejo…
—Pero...
— Tenía la culata en la mano y estaba lívido.
Extraído de la Revista Villena de 1962
Cedida por... Avelina y Natalia García
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