Muere un pequeño tren
A Villena, mi pueblo, que recién, han sido declaradas sus fiestas de Moros y Cristianos de interés turístico por el Ministerio de Información y Turismo.
Va a desaparecer un tramo de ferrocarril levantino. Un pequeño tren.
Lo he leído en la prensa. Escueta, lacónica, simplemente, el periodista informa cómo el ferrocarril de vía estrecha "Villena, Alcoy, Yecla", va a dejar de funcionar, por, al parecer, no ocasionar otra cosa que gastos.
Es curioso que a estas noticias no se les dé apenas importancia, como no se las reviste de cierta ternura para, al leerlas, quedar al menos en parte algo consolado; pero no señor, se lanzan al viento, se dan en la prensa sin pizca de caridad, y, puesto que hay muchas formas de decir las cosas, ¿por qué no rebozarlas de caridad, deshojarlas de tirantez?
Particularmente me ha afectado bastante la noticia. Y es, porque mis verdes años los dejé en uno de estos pequeños trenes.
Porque yo he nacido en Villena. Según mi partida de nacimiento, un día de noviembre cerca de Santa María, iglesia que más tarde habría de ver devorada por las llamas en aquellos azarosos días que le cupo en suerte a España.
Mi padre, a la sazón, trabajaba en telégrafos. Celador que era, la mayor parte del día se la pasaba encaramado en un poste, atado de trócolas, vía adelante.
Cuando ya las caminatas no me podían porque había casi cruzado el puente que nos hace dejar a un lado la niñez, en muchísimas ocasiones acompañaba a mi padre con las trócolas al hombro bordeando los caminos de hierro, con la dicha reflejada en mi rostro, el ánimo bien dispuesto él, y entre ambos una amplia camaradería y cierto dulce desenfado como generalmente suele verse en el cielo levantino.
Si en campo abierto me apostaba en lo alto de un promontorio comiendo uvas en plena madurez mientras mi padre, encaramado, no dejaba de trabajar, podía sorprender al pequeño tren correr en dirección a nosotros dejando tras él cerros palados o tierras pardas.
A veces, si hacía pantalla con mis manos para que el sol no me hiriese podía verle hasta que materialmente, una vez habernos rebasado, se convertía en cierto punto negro. Siempre me parecían sus viajeros felices cuando pasaban junto a nosotros y mirando a mi padre en el poste agitaban sonrisas o pañuelos. Yo, al menos, les veía así. Me parecían llenos de vida, rebosando simpatía, bondadosos.
¡Cómo disfrutaba en ocasiones de tomar el pequeño tren!
Generalmente sus asientos eran pequeños, pequeños sus pasillos, sus ventanillas, portezuelas... Me encantaba achatar la nariz al cristal sucio de la ventanilla y sorprender a través de ellos las feracísimas tierras de Levante, su huerta, como sorprender al sol morir por entre una cresta, adonde posiblemente un día llegárase cierto moro, tierras estas de sus andanzas y correrías.
De no haberme gustado ser celador de telégrafos como mi padre, al que admirara, me habría encantado convertirme en maquinista de uno de estos pequeños trenes; porque al ir siempre sucio, con un pañuelo anudado al cuello, mugriento, con su colilla perenne en los labios como si formase parte de la indumentaria, y los ojillos blancos de alrededores llenos de chafarrinones de carbonilla los encontraba semejante a uno de esos seres de leyenda por los que todo niño siente una admiración que no siempre suele ser callada.
Solía coger este pequeño tren en cuantas ocasiones se presentaban y también para ir a la romería que en septiembre Villena celebra al traer a su Morenica hasta la ciudad desde la ermita. Repleto de gentes endomingadas de camisas blancas, zapatillas flamantes, blusas de color, desenfado, armonía, cordialidad, mi pequeño tren convertiase en el héroe de la jornada, renqueante, dejando crujir a todas sus maderas y al parecer impotente aunque llegaba siempre a su destino rompiendo monotonías al camino.
No sé qué sensación habrá producido la noticia entre los villeneros por ahí diseminados, pero me imagino que a muchos, afectivos, sensibles, de los que ponemos en seguida gran amor en las cosas porque sí, habrá de resultar doloroso en sumo grado decir adiós a algo que se ha estado amando siempre.
La estación de este pequeño tren de vía estrecha está situada frente a la otra de tendido normal y existe una extraordinaria armonía entre ellas; un edificio grande, otro pequeño; vagones normales y otros que parecen de juguete; vías que parecen casi tocarse y otras que no, dejando correr halagadas a esa otra clase de tren del que el hombre jamás habrá de prescindir.
Para entrar en esta pequeña estación hay que trasponer una pequeña valla dentro de la que todo parece como entresacado de un cuento de hadas: pequeño, dulce, acogedor. A la valla la recuerdo siempre repleta, casi camuflada en su totalidad, de enredaderas, dompedros de vistosos colores —rosa, rojo, amarillo, blanco— y de geranios. Y con un árbol pequeño, de reducido tronco, que da cómo no, pequeño fruto. Granadas que nadie coge.
Muchas veces, encaramado en ese pequeño tren a desaparecer, veía surgir castillos que hablaban de un remoto pasado, tierras nuevas prontas a dejar brotar cualquier planta, pozos artesianos de rico caudal de agua, o, al Vinalopó, de cauce seco en la superficie, y cuya corriente, la mayor que se conoce en Europa es subterránea; porque Vi-llena, muy adentrada en la Historia de España, de notables edificios que hablan constantemente de un gran pasado, es muy amiga de la sencillez e hidalguía y cuida de sus tierras, de sus hombres, con especial cuidado, con mimo. Veía desfilar por la ventanilla del tren todo a mi paso y es ese mismo paisaje precisamente, el que vuelve a mí cuando quiero recordar a mi tierra, y en este momento en que estoy hablándoles de mi pequeño tren.
Una vez éste, desguazado, no sé dónde irán a parar sus vagones, las máquinas que no serán mucho más grandes que esas otras que vemos en cualquier feria y a las que se llegan grotescos seres provistos de escobas para zurrarte o arrancar una sonrisa. No sé dónde irá a parar, repito, este pequeño tren, pero casi estoy por atreverme a escribir que lo estoy viendo metido muy dentro del corazón de cada persona que en una ocasión u otra, háyase visto obligado a usarle.
Todo va desapareciendo paulatinamente, los tiovivos que alegran cualquier feria, los puestos de esas mujeres de edad, enlutadas, vendiendo castañas, por eso pido a Dios que en el momento en que disponga de mí, procure dejarme en cualquier rincón precisamente donde queden todas esas cosas amables, a las que forzosamente hemos de decir adiós para dar paso a las imposiciones que otros nuevos tiempos nos traen.
Manuel SORIA
Extraído de la Revista Villena de 1967
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