NOSTALGIA DE VILLENA
Por Josevicente Mateo
No siempre pertenecemos a la tierra nativa. A menudo hemos de buscar la memoria, la efusión primera, las raíces entrañadas—las que fuimos haciéndonos por nuestra cuenta—en otro rincón, bajo otra luz, entre otros hombres. Al fin—muchas veces me lo he repetido—nacer es operación pasiva e involuntaria; lo nacen a uno, aquí o allá, sin consultarle. No tiene nada de particular que yo, pequeña ánima errante y quién sabe si también purgante—»extranjero en los campos de mi tierra»—, escarbe en mis recuerdos para hallar donde poner a cubierto mis primeras nostalgias. Don Antonio Machado escribió: «No se es de donde se nace a la vida, sino al amor». Y este decir, como la mayoría de los suyos, es una de esas rotundas verdades del corazón que cualquiera—uno mismo—puede apropiarse. Aunque a estas alturas del amor inaugural, de los iniciales arrechuchos adolescentes no quede más que alguna borrosa y ya insípida hilaza. Pero no es así, a la letra, como ciertas palabras alientan y asumen, con la carne y el espíritu, nuestra vida honda y real. Nos piden que entre a llenarlas la totalidad de nuestra experiencia en un momento o en una sucesión de momentos que no eran necesariamente dichosos, que fueron—sencillamente—contados, vividos.
Y es de esta manera como aprendí, hace tiempo, que yo no soy un hombre desarraigado del todo, que yo —como cada hijo de vecino—dispongo de un lugar escondido en la sangre donde empieza mi historia personal, donde fue posible e imposible el que soy y el que no seré nunca; el Josevicente Mateo—escribámoslo con sencillez, sin pretensión de singularidad estúpida—especie única. El mismo que muchos recordarán muchacho un poco raro, quienes hombre más raro todavía y los más nombre a secas. Y ese lugar, mío para siempre, es Villena. Porque en Villena permanecen mi infancia y mi muchachez y los placeres y las amarguras—de unos y otras hubo—comprendidos en diez años decisivos. En esos años en que las inclinaciones y los afectos, la vocación y el carácter se orientan en unas determinadas y definitivas direcciones. En Villena están, vivos o muertos—en mí perennes—, los maestros que admiré y acaso me influyeron con su sabiduría o su ejemplo. Por Villena andan, o anduvieron, mis mejores amigos de antaño, los que no olvidaré, y las muchachas que alguna vez quise y en quienes hoy, irremisiblemente lejanas, pienso con un agridulce y melancólico regusto. De Villena son las calles —las viejas callejuelas retorcidas, empinadas, blancas de cal o grises de tiempo—en que ensayé mi ahora crónica manía deambulatoria a la caza de tipos, de sucesos, de anécdotas, de sociedad y humanidad en movimiento. De Villena los primeros montes que he escalado—Santa Bárbara, Peña Rubia, Cabezos—; los campos secos u hortelanos—de la Zafra a las Virtudes y Santa Eulalia—transitados, poseídos por la fidelidad de mi raza campesina. Y de Villena es, sorbida de ella, la ironía, flor o por lo menos rostro de mi temperamento.
Mucho debo a Villena y esta parece la ocasión—con media vida a cuestas, equilibrado el ánimo—de declararlo. Como puede serla para reconocer que mi invencible temor a la pólvora, mi reserva ante los jolgorios multitudinarios acaso provengan de una impresión infantil, cuando en septiembre de 1939, víspera de las Fiestas, yo llegaba con mi familia, empujados por aires poco propicios. Al niño que era entonces, que precozmente venteaba los zarpazos que la existencia da, la jovial barahunda de aquel día le causó una sensación que no ha anulado el tiempo. Pero que tampoco le ha impedido incorporarse, apasionadamente incluso, el alma de Villena. Esa que yo sospecho en mudanza incesante y que tal vez por miedo—permítaseme uno más—a encontrar cambiada, diferente de como yo la sorprendí y amé, me impide ver de cerca, de cuando en cuando, para renovar los recuerdos. Y es que con necesitar mucho las fuentes de donde salió a uno le asusta más todavía no encontrarlas al volver, la posibilidad de que el presente no justifique nuestra devoción y se quiebre el velo tenuísimo que la ausencia puso entre Villena y él, razón de una añoranza que es quizá el secreto e irrealizable deseo de reintegrarse a la ciudad en que creció, apuntó el hombre, fijó—teme que en aire—su voluntad de persistir. Añoranza, en fin, que cubre el tiempo pasado, al muchacho que fui en un pueblo que no he olvidado.
Así, dejaré a Villena—intacta en mi corazón—, con el riesgo de que por sólo mía se irrealice, tensa en el arco que va de aquel septiembre de 1939 a este de 1962, que no veré, pero soñaré hacia dentro, con amor de «villenero» voluntario, de «villenero» a conciencia, mientras «moros y cristianos» entran por la Losilla, se demoran en la Corredera y las salvas de los arcabuces saludan, como ayer y anteayer, como «entonces», a la «Morenica» en la calle Ancha.
Extraído de la Revista Villena de 1962
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