APUNTES Por Alfredo Rojas
MAÑANA de verano. Muy alto está ya el sol; se presiente la plenitud del medio día. Cielo azul, puro, inmaculado; concreto de color aquí, en lo alto, sobre el recorte limpio de la sierra cercana; neblinoso, blanquecino, en el confín lejano, donde se confunden las aristas de los montes azules, vigorosos, distantes.
Acabamos de entrar en un valle. La tierra es parda, de suaves elevaciones. Añosos, viejos, retorcidos olivos; humildes viñedos, de cepas ralas, con pequeños racimos en agraz, colgando entre los pámpanos sobre el suelo arenoso. Un pequeño cerro, una exigua arboleda, tal vez un tembloroso manantial en ella escondido; una casa alta, de color de tierra, con pequeñas ventanas y un carro acostado delante de la puerta, las afiladas varas tendidas hacia el cielo.
Mañana silenciosa. Todo se encuentra inmóvil, encalmado, dormido; ni una hoja se mueve, ningún ruido turba el extenso paisaje. De vez en cuando, el chasquido de una cigarra, el zumbar de un insecto, resaltan, con sus pausas, el silencio.
Los álamos ponen la mancha clara de su sombra, regularmente, sobre el asfalto de la carretera. El paisaje se dulcifica; hay cuadros de verdor entre las viñas, rastrojos donde ha crecido el cereal. Todo parece indicar la proximidad de un pueblo; más casas entre los árboles, caminos de herradura, un labriego que llega, a través de una senda esmaltada de verde.
Descubrimos a lo lejos, al pie de una sierra, un castillo. La torre almenada destaca sobre el cielo, y se adivinan, alrededor, las casas. Avanzamos. Ruido de carros, que devuelve, ampliado, la sierra. Perezosos, avanzan, cansinas las mulas, la cabeza baja; en lo alto, el arriero, sentado sobre la carga, los ojos soñolientos, crecida la barba, con un viejo sombrero tapándole del sol.
Hemos dejado atrás la llanura manchega, uniforme y tediosa. Estamos en Levante, Levante un poco rudo aún, varonil, bravío. Se aproxima la huerta. Verdes polígonos, en infinitos tonos; canales rumorosos, donde canta el agua; pequeñas eras, redondas, con un montón de paja; casas, asomando entre las manchas verdes de los árboles que las cercan; veredas, entre los bancales, con las márgenes orladas de matas de juncos, enhiestos, puntiagudos...
Estamos ante el pueblo. Lo evitamos y ascendemos una suave pendiente, a la izquierda; llegamos al macizo a cuyo pie se extiende. Henos ya sobre él. Entre unos pinos, pegados a la escasa tierra de la ladera, un caserón semiderruido, con una pequeña ermita. Más abajo, las casas, en calles de caprichosas líneas; achaparradas, blancas, espaciadas, aquí, en lo alto; confusas, altas, abigarradas, en el llano, para cesar después bruscamente, junto a la huerta otra vez, ancha, lujuriante, perezosamente tendida sobre el valle.
Entre las casas, sobre un pequeño cerro, última avanzada de la sierra sobre el llano, claramente delimitado, el castillo. En él, la torre del homenaje: maciza, firme, con prestancia de fortaleza principal. Poco más allá, dos torres que emergen de la ancha fábrica de sus templos; entre las casas, otros pequeños campanarios. Jardines, árboles, destellos cegadores de sol de verano, sol ardiente, que cae sobre las casas, sobre las calles, sobre las rocas del monte, que ofrendan su sufrida desnudez a la salvaje caricia. Pequeñas, rectas columnas de humo, que se diluyen en el cielo. Después, más allá, nuevamente la cinta sinuosa de la carretera.
Medio día. Calor. De nuevo en ruta, el pueblo ya a nuestras espaldas; más rectángulos verdes, henchidos, entre acequias rumorosas; casas entre la huerta, dentro de las cuales se adivina la presencia de gente, vida soterrada bajo el calor; un picacho en la lejanía, con un torreón enhiesto; bancales, viñas, terrenos pedregosos, cerros, más montañas entre las cuales se desliza la carretera, camino del mar lejano aún...
Extraído de la Revista Villena de 1958
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