UNA ACUARELA, UNA AGUADA, UN ÓLEO
Por Afredo Rojas
Es este un cuadro Abigarrado pletórico. En el centro, una comparsa de moros; barbas negras orlando una faz desdibujada, con la única rotundidad de un descomunal cigarro. Colores estridentes; contrastes inauditos sin pausa, uno tras de otro. Es por la tarde; el azul del cielo, un tanto rebajado. Verdes diversos: en las hojas de los árboles. traspasadas de sol, un verde caliente, luminoso, traslúcido, salvo en las sutiles líneas de la nervadura; reposado. maduro, en aquéllas que están en la sombra; irreal en las sedas del fantástico ropaje de los moros. Todos los demás tonos. pálidos ante los que exhibe la comparsa. Sombras confusas en las zonas donde se amalgaman los espectadores. masa amorfa sin relieve. Fachadas desvaídas; gris el pavimento, humillado, herido por una fila acompasada de simétricas babuchas amarillas. En la huida punta del alfanje del cabo. un brillante destello; tras la mano que lo sostiene, el pecho ostenta un chaleco de un rojo inverosímil, que prende la atención y la retiene.
Otro cuadro; éste, sereno, plácido, pausado. Luz delicada; el sol dora las altas aristas de las casas y festonea las copas de los árboles. La primera hora del día trasciende en la claridad, en el azul del cielo, puro y delicado Esta comparsa es de labradores: blancas calzas, alba camisa de ampulosas mangas, aderezada la nívea blancura con la minúscula mancha de un chaleco negro, abierto y estrecho, y una faja encarnada. El lienzo está tratado dulcemente; nada destaca en él Suaves azules, blancos delicados, tímidos verdes a loa que la blanda luz ha restado agresividad. Tras la comparsa se vislumbra la banda de música; surge, orondo, un bajo, con su ancha campana de color dorado. Nada es violento en los hombres y en las cosas; todo es sencillo en la temprana hora. Sosiego, paz. Allá detrás se advierte la brillante cubierta de un coche, que se ha introducido solapadamente en un medio extraño Apenas hay espectadores. En un rincón del cuadro, casi inadvertida, upa mujer, indiferentemente, barre la acera.
Luces aquí y allá: en los escaparates, en invisibles arcos colgados del centro de la calle, en puertas y ventanas, en hileras que coronan las barandas de los balcones Luces impotentes, sin embargo, para vencer a la noche. Esta comparsa — unos corriendo, las capas al viento; otros formando, unidos a través de ellas, largas cadenas ondulantes; algunos, en grupo, andando pausados, por el centro de la calzada — son los estudiantes. Este, en primer término, lleva puesta, ceñida al cuello, la blanca gorguera. Da más luz ella sola, en el cuadro, que todas las demás luces Junto a este estudiante, el de la gorguera, una mujer joven. Ríen los dos; la boca de ella tiene el encanto y la gracia que solo puede encontrarse en una risa de mujer. Todo el cuadro es un estudio de tonos oscuros salpimentado de puntos de luz. Los trajes de los estudiantes, de un negro grisáceo; el cielo, donde apenas se señala alguna estrella, de negro mezclado con violeta; parduzcas las fachadas de las casas, cuyos tonos claros ha oscurecido la noche Destacan las luces, la subjetiva luminosidad de la sonrisa de la chica, la gorguera, la mancha redonda del parche redondo de la banda; tras él, los músicos, arracima dos desordenadamente, soplan en sus instrumentos. Del cuadro trasciende la algarabía, que parece oírse, el movimiento. Al fondo, un pirata poda una «farola» con la antítesis de una macabra calavera que sonríe sobre dos tibias cruzadas.
Extraído de la Revista Villena de 1966
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