EL MARQUESADO: UN PASEO, UNA MEDITACIÓN
por Josevicente MATEO
Dos poetas, uno que en esta tierra nació, Luis de León, otro, Jorge Manrique. que en ella encontró airada muerte, pudieran, nos gustaría de veras, guiar con la andadura de su verbo, sobre el tiempo, el de la Historia comunal y el de la nuestra geográfica, esta que aquí apretada se evoca.
Trasterrado temprano y para siempre el fraile, dejó el raigón de su linaje neocristiano nada más (Don Américo dixit). En rigor, sólo don Jorge hace al caso. Vino, capitán santiaguista a las órdenes de su padre, el Maestre don Rodrigo, adelantado de Murcia, y corrió, a uña de caballo y punta de lanza, esta Mancha de Aragón, marquesal de los Pachecos desde la batalla de Olmedo, en la que se disputaron escaques decisivos y sangrientos del tablero de España durante los reinados, es un decir, desbordados ambos por la desmandada y turbulenta ambición de los señores de la guerra y la iglesia, de Juan II y Enrique IV, y el resolutivo e imperioso de los Reyes Católicos: Alarcón, Alcaraz, Belmonte, Chinchilla, Villena, Garcimuñoz, en el asalto a cuyo castillo «por no ser visto de los suyos le firieron de muchos golpes». Murió cerca, en Santa María del Campo, y le dieron sepultura en el monasterio de Uclés, en la vecindad santiaguista del Marquesado, con sus padres y varios hermanos. Hoy —echeu fugaces!—, nadie sabe qué fue de aquellos despojos —«dí, Muerte, ¿dó los escondes e traspones?»—. Pero queda su palabra, «temporal» que escribió un poeta moderno que le admiró mucho, cifra del destino del feudo que se derrama del Júcar al Segura cuando Castilla era ancha y espa¬ciosa y estaba repleta, si de más positivas y ciertas realidades no, de tensiones y proyectos, esperanzas y futuribles bien concretos.
Un largo capítulo hispánico se cerraba y don Jorge, consciente de que se iba con él, a pesar de su adscripción al banco antifeudal en la hora nativa de la nacionalidad moderna y el centralismo regio, articulaba su emocionada nostalgia, anticipaba, en clave que ahora podernos en tender con claridad, la desolación, la decadencia, la ruina, la inanidad suma que subyace en el hueco ademán de una España manifiesta o secretamente conflictiva. «Sus villas e sus lugares», «ocupados de tyranos las halló». ¿El poeta, su padre o nosotros, su lamentable y apocada posteridad? Nada y todo pasa en este país en que sólo el solar y el monumento quedan. Pero, ¿subsiste y resiste también el monumento, o únicamente su vandalizado vestigio?. «Qué se hizo», «¿qué se hicieron?», preguntaba don Jorge, preguntamos obstinados nosotros.
¿Hay en Castillo de Garcimuñoz algo más que unos muros, unas torres, una portada gótica, rejas y escudos en el pueblo que se extingue inexorablemente, como antaño doña Costanza, la esposa de don Juan Manuel? ¿No nos sonarán, resonarán patéticos e irónicos los «castillos impugnables» cuando avistemos hogaño, en su árido peñascal sobre la hoz del Júcar, cabe la apacible aguada del embalse, en su peana de casonas blasonadas, a la linde misma de la Serranía conquense, las torres atrevidas de Alarcón, la de los fueros, la que albergó cinco iglesias? ¿De qué le valen a sus gentes, abocadas a la emigración, los millones de litros y donkilowatios, la posición aventajada en la estrategia de los trasvases hidráulicos ilusión demagotecnológica? «Nuestras vidas (o muertes) son los ríos»... Y a Villaescusa, manchega ya, estribada en la Sierra (sic) de Haro, cuna de no sé cuántos prelados Ramírez, de un marqués de Moscoso que fundó colegio con ánimo de universidad, de Astrana, biógrafo meticuloso de Cervantes, ¿le ayudan a vivir, buenos para verlos, el palacio plateresco, la «Villeta» --su ayuntamiento—, la parro¬quia de la Asunción, el primoroso retablo goticoplateresco que erigiera un obispo capellán de doña Juana, las estatuas orantes de sus señores padres? ¿Qué latidos estremecen, nuncios de vida plena, como la porrina en primavera, los panes y los pámpanos de Belmonte, en la tierra llana, casi cerca todavía? ¿El espiritual de la colegiata de tres naves, con los enterramientos de alabastro de tantos Pachecos, la pila románica en que se dice bautizaron por 1527 ó 28 a Fray Luis, la plateresca hornacina del «Entierro de Cristo», la sillería que tallaron para la catedral de Cuenca los hermanos Hanequin de Bruselas y Egas Cueman, la bella puerta ferrada? ¿El civicocastrense del castillo, palacio y fortaleza, quizás levantado por don Juan Manuel, seguramente engrandecido por don Juan Pacheco, uno de los más hermosos y mejor tenidos de España, singular por su planta poligonal de tres cuerpos, defendido por seis torres cilíndricas. con estancias suntuosas en que «tantas conjuras se fraguaron», supuesto albergue, o prisión, de la «Beltraneja», que por una ventana escapó, es la fama, y de la Montijo, a cuya casa pasó en el XVIII, ex emperatriz ya de Francia? ¿Es más vivaz el pulso de San Clemente, la villa hidalga que pasó por corte de la Mancha Alta, con su consistorio del siglo XI, la colegiata fortaleza de los Templarios, el renombrado santuario de la Virgen de Rus, por el aquel de las cosechas generosas de azafrán? Recordaremos, al hilo del papel, nombres de piedras más o menos notables que contuvieron impulsos y frustracio¬nes, anhelos y desengaños, hidalgos y vasallos a merced del arbitrio y la arbitrariedad de sus señores, los Pachecos, de Almonacid, del Marquesado, a Zafra, de Zán¬cara, donde mucho antes de que la familia encopetada y levantisca se encumbrara apareció un Manrique, aquel conde de. Molina que mató al «Gigante»? Lo que la mirada abarca, y más, es vida que fue, pretérito que no mueve molino —ni esos que surgen, farsantes, por Mota—: la atonía, la emigración, el desierto progresivo de la España interior, del que hacia Valencia escaparon en 1851, desgajadas de su raigambre y su continuidad castellanas, Requena y Utiel, afines en muchos sentidos a nuestra Villena, desde la frontera a la arquitectura pasando por la lengua.
No mucho más que pesadumbres, de las que nos hartaremos, percibimos cuando traspuestos dos ríos caudales, Júcar y Cabriel, que de tan poca utilidad resultan a la Cuenca que los nace y a la Albacete de su discurso medio, penetramos en la que ahora es esta provincia, calcada de la falsilla territorial del Marquesado. De Alcalá, con la torre homenaje del castro epónimo otro, el de Garaden, prácticamente no perdura nada—, encaramada sobre el singular pueblo vertical que se cuelga de las escarpas del río, que discurre por el hondo y asienta un modesto excursionismo dominguero, a Alcaraz, la que abrió los postigos de los pasos andaluces, señoreó media provincia por venir, fue objeto —¡cómo no!— de rapacidad del señor Marqués —«Quisiera ser dueño de todo el mundo para ver si pudiera saciar la avaricia de don Juan Pacheco»—, tomó partido por doña Isabel en la pugna sucesoria y conquistó el castillo, con el auxilio de don Rodrigo Manrique, en tiempos ya de don Diego, arrasándolo, poca y bastante deslucida huella hallamos de los fulgores marquesales Alcaraz, la de la gran cabaña y la artesanía lanera, los Vandelviras, arquitectos ilustres, los humanistas Abril y Sabuco, la bella traza del Tardón y la Aduana, es una ciudad que se dispone para el tránsito, re¬catándose melancólica. Chinchilla en medio, cuya vieja ciudadela restauraron y aumentaron los Pachecos, convirtieron en virtual capital, adornaron con blasones y ejecutorias, dio carta de naturaleza a privilegios, franquicias y libertades, es un congojoso, tremendo, siniestro espectro por cuyas callejas timbradas ruedan premonitorios vientos glaciales, los de la meteorología inhóspita y el pésimo pasar...
Macilentos y huidizos los hombres, parece más vasta la geografía, más de nadie y de paso que nunca, apta para la predación y la algara; para que aragoneses y castellanos se enzarzaran o avinieran; para que «beltranejos» —bueno, Pachecos y compaña— y realistas, entiéndase Almansa y Villena, por ejemplo, dirimieran los latentes o armados tribalismos, la perpetua voluntad de guerra civil hispánica; para que, inclusive, desvanecidos las auras y los oros del Marquesado, a la sombra casi de la joya arrogante que es el castillo de Almansa, el país partido entre austracistas y borbones zanjase el pleito sucesorio del «Hechizado» en batalla formal y famosa, o que durante la Carlistada se enfrentaran las «dos Españas» en los alrededores de Villarrobledo, viñedo innumerable, alfar secular de las «tobosescas» tinajas, aldea de Alcaraz cuando los marqueses hacían de las suyas; años en que La Roda, «Roda Forte», apenas levantaba sillares, arruinado el castillo que tuvo vecino de la arciprestal, ganada al Islam por Alfonso XI, cuando no había presagios de Pachecos —los Manueles, sí, ya habían triscado lo suyo como ambiciosos segundones reales, prepotentes por estos pagos—, ni de alcoholes y holandas, su insólita fortuna pasados los siglos, por entre los cuales se deslizarían transeúntes sombras, tal de la santa de las «Fundaciones». Entre el ayer muerto y el mañana no mucho más animado, el Marquesado presenciaba el agotamiento del «estado» de Jorquera ceñida en su eminencia por el brazo caminante del Júcar; de los castillos de Montealegre, la del Cerro de los Santos, Hellín, Munera, Casas-Ibáñez, Lezuza, Tobarra, Isso, Peñas de San Pedro, Villa de Ves, cuyo caserío se ha tragado la ingeniería contemporánea, desmantelada la mayoría a raíz de su incorpo¬ración a la Corona Mientras, una aldea chinchillana llamada Albacete, tendida en un cruce de caminos, era emancipada; para que los Marqueses desplazados de la Historia, precipitados en la gran sima de sombra de la política «medieval», encuentren allí las ánimas piadosas que los rescaten agradecidas de su purgatorio ultraterreno tal cual ellas combaten el suyo de aquí abajo en el cotidiano homenaje al pseudo marqués don Enrique, magister del arte cisoria y de otras más astrusas e inocuas. Más acá quedan Yecla y Jumilla... Y, claro está, Villena. ¿Para asumir, resumir y superar el pasado en este presente, en ese futuro? Quién sabe...
De Serranía a Serranía, de la de Cuenca a la de Alcaraz, de los antiguos reinos de Valencia y Murcia a los territorios de las órdenes militares y religiosas, el viejo Marquesado es un fantasma que salta resuelto en polvo de los mamotretos, algo que fue —pasión de mandar, ambición desmedida, desticulación desazonada, empresa personalista— decisiva y definitivamente nada: ni estructura social, ni organización económica, ni espacio habitable. Esta región deprimida, de mediana ganadería, antieconómica agricultura, nula industrialización, furgón de casicola en las estadísticas desarrollistas, ¿es la obra de los Pachecos, su frustración o un ejemplo interpares de los fracasos nacionales?
Cuando uno apela a la memoria, al corazón —los franceses, racionalistas, saben dónde mana—, emergen bañados por una tristeza funeral los pueblos blancos y silenciosos que apenas pueblan viejos y niños; los rasos interminables en que arraigan como pueden la cepa, la espiga, el azafrán; el monte bajo que transforma la Mancha; o las Manchas, en un inmenso cazadero para felicidad de los escopeteros foráneos; el caz escondido de los ríos que marchan en pos del mundo, de uno firme y posible, tumultuoso y palpitante, arriesgado y duro, en la cima de la vida.
Discúlpame, don. Jorge, la pertinente contradicción; la mar, la mar que se extiende más allá de esta tierra, de «ésta» en que tuviste señorío —menguado era Belmontejo, casi nada es—, no es el morir, no.
Extraído de la revista Villena de 1972
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