28 oct 2024

1952 EL ARCABUZ (Cuentecillo)

EL ARCABUZ (Cuentecillo)
Por Alfredo Rojas

Miró el tío Juan las manos de su mujer, llenas de arrugas, cansadas, temblonas. De allí su mirada fue a la carta, aquella carta que hacía rato les habían leído, llena de sig­nos que él no entendía y que les había llenado de alegría y dolor a un mismo tiempo. Carta del hijo aquél que ya dieran por perdido. Que un día, lejano ya, saliera de su casa, an­sioso de ver y saber más, dejándolos solos y tristes, sin que volvieran a saber de él. Y ahora escribía desde unas tierras lejanas, de las que nunca el tío Juan oyera hablar, en donde estaba solo, enfermo...
Quería volver. Quería vivir silenciosamente, allí donde naciera, sin deseos, sin anhelos, dulce y pausadamente. Quería dar a sus padres la alegría y el consuelo de su presencia, el apoyo de sus aún jóvenes brazos. Pero estaba muy lejos. Hacía falta dinero para ver realizado su deseo. Y les pedía aquél dinero, cuya falta le impedía unirse nueva­mente a ellos para ya no separarse más.
¿Qué hacer? No tenían nada. Vivían de los pocos jornales que «echaba» el tío Juan, a quien el reuma, y un poco también la pena, hicieron viejo prematuramente. Los pocos jornales que escasamente bastaban para comprar lo indispensable. Y su mujer había apuntado la única solución: Vender el arcabuz.
Todas las fuerzas del tío Juan se sublevaban contra la idea. ¡Vender el arcabuz! Su orgullo había sido siempre. La admiración d3 toda la comparsa de Cristianos, a la que pertenecía toda la vida. Era el que más y mejor «tronaba». Tenía un estampido seco y es­truendoso a la vez, y lo mismo hacíase oir con poca pólvora por encima de los demás, que admitía dócilmente la mayor carga, destacando su poderosa voz en la «Entrada», en la «Despedida» del último día, cuando el tío Juan, lleno de entusiasmo y fervor, no conce­día descanso a su brazo, disparando sin cesar. Había sido, era aún, como un prisma, a través del cual, quedaban las fiestas desdibujadas. Para él, aquellos días consistían en un arcabuz, y apenas nada más. Paco, el eterno cabo de gastadores de la comparsa, con to­dos «sus dineros», no había podido tener ninguno como aquél. Mil veces intentó comprár­selo. Y mil veces respondió el tío Juan que moriría de hambre antes que desprenderse de él.
Desde que se fue el hijo, ya no salió en la comparsa. Ni ganas tuvo de fiesta prime­ro, ni dinero para pólvora después. Pero no pasó nunca por su imaginación la idea de venderlo. Y ahora...
Levantóse de la vieja silla de asiento de esparto. Entró al cuarto y salió con el anea al poco rato. Era hermoso en verdad, si hermoso puede ser un arcabuz. De labrada cula­ta, de líneas firmes, severas, con aquella oscura boca, parecía tener responsabilidad, pare­cía reflejo de su dueño, serio y silencioso; como si algo tenue, invisible, uniera hombre y arma. Y lo entregó, emocionado, a su mujer. Dirigió ésta una mirada rápida el hombre.
Ya sabía lo que tenía que hacer. Paco iba a ver realizado su empeño. Y salió, presurosa.
Quedó el hombre roto, vencido. Dejóse caer de nuevo en la silla. Le parecía haber cambiado, en aquel momento, un hijo por otro. Creyó entonces que era de­masiada felicidad, para un hombre solo, vara ser disfrutada en un mundo de dolores y penas, tener aquellos dos amores juntos. Que Dios, que repartía alegrías y tristezas a los hombres, juzgaba demasiado para el tío Juan un ar­cabuz y un hijo. Y quedó sentado, junta al apagado hogar, sumido en sus pensamientos, callado, quieto...
Al cabo, oyó volver a su mujer. Oyó sus apresurados pasos, oyó gemir le vie­ja puerta. Y llenó sus ojos ce gloria ver de nuevo el arcabuz; y en la otra ma­no, temblorosa, un puñado de papelitos que significaban la vuelta del hijo; que hacían posible revivir la vieja parábola, mientras las palabras se esca­paban de los labios entre sollozos.
-Que no lo quiere, Juan, que no lo quiere. Que tome el dinero; que traigamos al hijo. Y que si algún día quisieras de verdad vencerla, entonces, sí; él, te lo compra.
Dióle al tío Juan un vuelco la sangre. Crispó sus dedos en torno al arcabuz, luchó porque no salieran las lágrimas a sus ojos: Que !os hombres no debían llorar. Y pudo decir después con voz ronca de gozo, de emoción:
-¿Sabes, mujer? Cuando llegue el día cinco la Virgen a San Sebastián, iremos a verla. Y otra vez tiraré con el arcabuz. Aunque solo sea un tiro. Uno solo...
Alfredo Rojas
Revista Villena 1952 -
Cedida por... Elia Estevan

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