DESPEDIDA Por Diego Hernández Ecónomo de Santa María.
Amanecer del día nueve. El silencio, que en la madrugada logró rendir los cuerpos y las almas, exhaustos de andar y rezar tras la Morenica la noche anterior, cubre con alas de paz toda la ciudad.
Un arcabuz tempranero hiende los aires vírgenes de la mañana con un ronco y seco quejido. Es el hermano que avisa: ¡Alerta! ¡Que se llevan a la Madre!
Sólo este grito es capaz de poner en pie a la ciudad extenuada.
Misa de despedida en Santiago. Labios que musitan y ojos arrasados en lágrimas, clavados en la Virgen. Es la hora tradicional, y la procesión se pone en marcha.
Amanecer del día nueve. El silencio, que en la madrugada logró rendir los cuerpos y las almas, exhaustos de andar y rezar tras la Morenica la noche anterior, cubre con alas de paz toda la ciudad.
Un arcabuz tempranero hiende los aires vírgenes de la mañana con un ronco y seco quejido. Es el hermano que avisa: ¡Alerta! ¡Que se llevan a la Madre!
Sólo este grito es capaz de poner en pie a la ciudad extenuada.
Misa de despedida en Santiago. Labios que musitan y ojos arrasados en lágrimas, clavados en la Virgen. Es la hora tradicional, y la procesión se pone en marcha.
Hace media hora parecía desierta la ciudad; y ya es un hervidero humano, que hace difícil el avance de la Virgen.
Al pasar frente al Hospital, se vuelve cariñosa para dar un beso de misericordia a sus hijos heridos por el dolor. Es muy Madre.
Cada vez se van engrosando las dos filas, hasta convertirse en una sola, tan ancha como la calle.
Al salir a la avenida de Chapí vuelven las andas a la ciudad. «Aquí se hacía antiguamente la despedida cuando eran éstos los extramuros del poblado.»
Ahora se ha de andar más aprisa. Calle de Cristóbal Amorós, riada humana, larga y caudalosa, que lleva flotando, en su espuma de penas y rezos la Joya que lució Villena en sus Fiestas, para guardarla hasta otro año en su estuche del monte.— No olvidemos villenenses, que tal Perla exige más suntuosidad material, y gran respeto y veneración sus alrededores.—
Las Comparsas, armadas de arcabuces y con sus banderas flameantes, van a la cabeza para rendir el último homenaje festero a su principal Capitana.
Llegamos a la calle de Gil Osorio. La Virgen recoge su manto, y el sacerdote que ha de acompañar al Santuario,—nadie más tiene este derecho—la ciñe con el cinturón agustiniano.
Ya comienza pausado tableteo de arcabuces; y a medida que la Virgen se acerca arreciando, hasta convertirse, con su presencia, en una verdadera batalla ensordecedora, pero pacífica. La Morenica pasa sin miedo, tranquila, sonriente entre chorros de fuego espesuras de humo. El juego de banderas, en un rodar artístico y emocionante, chilla sin cesar con gritos de pliegues: «¡Viva nuestra reina!», mientras las Bandas de música repiten hasta saturar los aires el Himno Nacional. Los momentos son indescriptibles; no se puede hablar, sino mirar a la Virgen, que se ha vuelto para dar el último adiós a sus hijos, y llorar.
Algunos años intenta en vano el correo de Madrid, con ronco trepitar, robar atención a este idilio entre Madre e hijos, pero sólo logra que los racimos de cabezas, que por sus ventanillas velozmente contemplan esta apoteosis, musiten entre sí: «El amor y el dolor han cegado a Villena».
Y al cruzar la Virgen el paso a nivel, camino del Santuario, atranca tras sí nuestros corazones, como un racimo de cerezas, prendidos del suyo.
A medida que se aleja el «Sol de Villena», un negro nubarrón de cansancio y triste envuelve la ciudad, mientras fijos nuestros ojos en la Luz que se extingue en el horizonte le decimos esta oración: Perdón, Virgen Morena, si durante tu visita no nos hemos portado como tú te mereces.
Extraído de la Revista Villena de 1951
Al pasar frente al Hospital, se vuelve cariñosa para dar un beso de misericordia a sus hijos heridos por el dolor. Es muy Madre.
Cada vez se van engrosando las dos filas, hasta convertirse en una sola, tan ancha como la calle.
Al salir a la avenida de Chapí vuelven las andas a la ciudad. «Aquí se hacía antiguamente la despedida cuando eran éstos los extramuros del poblado.»
Ahora se ha de andar más aprisa. Calle de Cristóbal Amorós, riada humana, larga y caudalosa, que lleva flotando, en su espuma de penas y rezos la Joya que lució Villena en sus Fiestas, para guardarla hasta otro año en su estuche del monte.— No olvidemos villenenses, que tal Perla exige más suntuosidad material, y gran respeto y veneración sus alrededores.—
Las Comparsas, armadas de arcabuces y con sus banderas flameantes, van a la cabeza para rendir el último homenaje festero a su principal Capitana.
Llegamos a la calle de Gil Osorio. La Virgen recoge su manto, y el sacerdote que ha de acompañar al Santuario,—nadie más tiene este derecho—la ciñe con el cinturón agustiniano.
Ya comienza pausado tableteo de arcabuces; y a medida que la Virgen se acerca arreciando, hasta convertirse, con su presencia, en una verdadera batalla ensordecedora, pero pacífica. La Morenica pasa sin miedo, tranquila, sonriente entre chorros de fuego espesuras de humo. El juego de banderas, en un rodar artístico y emocionante, chilla sin cesar con gritos de pliegues: «¡Viva nuestra reina!», mientras las Bandas de música repiten hasta saturar los aires el Himno Nacional. Los momentos son indescriptibles; no se puede hablar, sino mirar a la Virgen, que se ha vuelto para dar el último adiós a sus hijos, y llorar.
Algunos años intenta en vano el correo de Madrid, con ronco trepitar, robar atención a este idilio entre Madre e hijos, pero sólo logra que los racimos de cabezas, que por sus ventanillas velozmente contemplan esta apoteosis, musiten entre sí: «El amor y el dolor han cegado a Villena».
Y al cruzar la Virgen el paso a nivel, camino del Santuario, atranca tras sí nuestros corazones, como un racimo de cerezas, prendidos del suyo.
A medida que se aleja el «Sol de Villena», un negro nubarrón de cansancio y triste envuelve la ciudad, mientras fijos nuestros ojos en la Luz que se extingue en el horizonte le decimos esta oración: Perdón, Virgen Morena, si durante tu visita no nos hemos portado como tú te mereces.
Extraído de la Revista Villena de 1951
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