2 jul 2023

1965 TRADICIÓN Y DIVERSIÓN

TRADICIÓN Y DIVERSIÓN Por Alfredo Rojas
«No he de callar, por más que con el dedo ya tocando los labios, ya la frente, silencio avises o amenaces miedo».
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Si para el visitante que contempla nuestras fiestas son éstas un interesante espectáculo, curioso unas veces, divertido otras, revelador de nuestra psicología todas ellas, balcón abierto, en fin, donde muchas veces se otea nuestra más recóndita y reveladora personalidad, para nosotros, los villenenses, toda. vía poseen muchas más facetas, de las cuales un gran número pasará inadvertido al curioso forastero. Esto en realidad, es un secreto a voces; pues, a poco que pensemos en ello, resulta evidente el cúmulo de sensaciones de todo tipo que a cada villenense traen consigo nuestros más gratos festejos. Y no sólo en los días en que se desarrollan, sino desde que empieza a manifestarse para ir «increscendo» a medida que transcurre el tiempo, pasar a ser una permanente obsesión en las vísperas y quedar, tras la fugaz eclosión constituida por los cinco famosos días, en el nostálgico «ritornello» del recuerdo, que hace de nuevo revivir sensaciones, recuerdos gratos, amables horas.
Indudable es que a todos los villenenses, en distintos órdenes de apreciación, como es natural a las particularidades de cada uno, nuestras fiestas nos importan mucho. No otra cosa podía suceder cuando ellas son una parte importante de nuestra personalidad ciudadana. Pero es conocido el fenómeno de que lo propio, por familiar y sabido, por íntimo, carece en ocasiones de la adecuada perspectiva desde donde pueda contemplarse con objetividad critica. A pesar de ello, ya son muchos villenenses los que ensayan este paso atrás del artista que se apresta a contemplar la propia obra buscando una homogeneidad de conjunto sobre la cual pueda levantarse un juicio certero. Y de ellos, de la mayoría de ellos, —tal vez un poco pedantescamente, tal vez otro tanto inmodestamente— me erijo hoy en portavoz. No de otro modo me atrevería a proclamar un juicio personal; sólo la certeza de ser éste compartido por otros muchos me lleva a lanzarlo, y aun a darle cierto carácter admonitorio.
Veinticinco años ininterrumpidos de fiestas de Moros y Cris llanos, no obstante la desventaja en mi caso personal de no haber conocido, al menos con capacidad para enjuiciar, las anteriores a 1936, son suficientes para hacer un inventario o establecer paralelos. Y a poco que se empiecen a constatar con objetiva frialdad hechos y circunstancias, se advierte fácilmente que ciertos aspectos de nuestras fiestas acusan un leve demérito, progresivamente, de los conceptos a los cuales deben la vida. Nuestros festejos son, en esencia, una demostración de fervor religioso, personificado en la Virgen de las Virtudes, y un homenaje al pasado, a la tradición, que pretende cantar las gestas de aquellos españoles que realizaron la Reconquista a través de los siglos, en un fecundo periodo histórico. Reconozcamos que tan excelentes propósitos no se realizan por completo. Dejemos reverentemente a un lado el factor religioso. Obligado es consignar que no dejan de cumplirse los actos de la parte devota del programa con la compostura y el respeto debidos. Es en la parte que pudiéramos llamar profana, no obstante contar con un evidente trasfondo religioso, donde más se deja sentir la transformación a que hemos aludido.
Peligroso es, sin embargo, encerrarse, atrincherarse en el pasado. Un pensador contemporáneo, lleno de lógico horros ante tal contingencia, preconiza la necesidad de sacudir de nuestra conciencia el polvo de las viejas ideas y hacer que en ella se afirme lo nuevo. En efecto: lo de «cualquier tiempo pasado fue mejor» no es más que una frase de intachable eufonía; apenas nada más. Nuestra misión en este aspecto debe ser modificar lo pretérito con las conquistas que el presente pone en nuestras manos, a fin de enriquecer la función que realicemos y de henchirla con un afán de superación constante; en modo alguno para rebajarla o desmerecerle. Esto puede constituir norma en cualquier consideración de carácter general; mas cuando obramos concretamente en razón a una tradición, a algo que se nos ha legado con el fin, entre otros, de perpetuarlo; a cuya íntima esencia debemos respeto y estamos obligados a cuidar con el vigilante designio de evitar la contaminación de modismos desusados y extraños, deben ser extremados los cuidados y el celo.
Fuerza es reconocer que ha evolucionado la manera de vivir nuestras fiestas, la actuación en sí de nuestros festeros, la forma incluso de desfilar, el sentido del actuante. Y si naturales e ineludibles corrientes de renovación han cruzado las fiestas, ha sido para desmerecerlas, no para enriquecerlas. Han proliferado diversiones y costumbres que, de ser accesorias o complementarias y no haber debido pasar de este grado de importancia, han llegado a constituir para muchos motivo casi capital de los festejos. Últimamente números de fiestas fuertemente enraizados en la tradición, están más cerca de parecer ofrendados a divinidades paganas, que dedicados a aquellas circunstancias a las cuales deben vida. Desaparecen o se ignoran aspectos accesorios que podría elevar el ya de por si hondo sentido espiritual que tiene nuestra más famosa y querida efemérides; y proliferan y se extienden otros que poco o nada bueno y digno les añaden. En fin: un deplorable hálito de chabacanería y vulgaridad parece asomar en el horizonte de nuestras fiestas con el propósito de oscurecerlas y adocenarlas.
Necesitado está de soluciones el acto de La Entrada, cuya singular belleza corre el peligro de perecer a manos de pequeñas indisciplinas, de lentas y repetidas evoluciones de comparsas que retrasan el festejo, rompiendo la unidad que debe tener el largo desfile para que transcurra en un tiempo prudencial. Urge, también, canalizar ese acto de desbordante alegría —la cual en modo alguno censuramos— que es la retreta del día siete, susceptible de modificaciones que lleven un poco de orden a su desarrollo. Es necesario cortar los excesos de la batalla de serpentinas; preguntarse por qué en ciertos actos figuran comparsas con un número muchísimo menor de festeros que en otros; cuidar con esmero de la fidelidad al sentido histórico en las guerrillas y embajadas; e infundir, en fin, en los participantes en los actos de toda índole, el sentido de la responsabilidad que tienen como actores de una representación, misión mucho más importante que asistir a otros actos, incrustados hoy en nuestros festejos, o la que supone divertirse libremente sin tener presentes otras consideraciones que la libre inspiración del momento.
Líbresenos de ser moralistas a ultranza; papel ingrato es al que no nos sentimos llamados ni para el que poseemos vocación ni merecimientos. Táchesenos, y no protestaremos por ello, de cargar un poco de tintas sombrías el panorama de nuestros festejos. Pero no debemos permitir siquiera que éstos puedan ser influidos por formas y defectos inherentes a nuestro tiempo que puedan dejar huella y modificar lo que con tanto respeto debemos tratar. Respeto que en modo alguno está reñido con la alegría, con la genialidad que es uno de los patrimonios de nuestra raza, con el sano humor, con tantas circunstancias anejas que dan a nuestros festejos vitalidad, gracia y personalidad.
Hay una urgente y doble labor que realizar, tendente, en un sentido, a depurar lo presente, procurando eliminar aquello que se introduce en nuestras fiestas, perjudicándolas y enturbiando su verdadera esencia. Otra, la de crear, respetando el sentido nato que las hace latir, circunstancias que las enriquezcan y a la vez neutralicen aquellas otras que las perjudican. Absurdo sería creer que esta labor corresponde totalmente a una Comisión de Fiestas, que no puede, ni en rigor debe, establecer normas rígidas, ni módulos inamovibles que coarten los cauces naturales por los que ha de discurrir el torrencial conjunto que da lugar a tan bella manifestación. Esta labor corresponde también, en muy importante parte, a las comparsas; a los individuos que las integran. Urgente es que las directivas se percaten de la importancia de su papel y de la responsabilidad que les incumbe en lo señalado; que los festeros maduros sacrifiquen indiferentes complacencias y unan su experiencia al empeño común; que los jóvenes establezcan distingos entre sus actuales formas de vida —que no censuramos, porque esta actitud posee más seria y reflexiva significación de lo que a primera vista pudiera creerse— y la esencia de unas fiestas que, además de poseer un rico contenido digno de estudio y respeto, suponen una responsabilidad ante la historia de una ciudad y ante los habitantes que la componen.
«Dura lex, sed lex», decía la sentencia latina. Parafraseándola, diríamos nosotros que dura es también la verdad, aun dejando el margen prudencial de si en tamaño asunto puede este modesto comentarista poseerla o no. Pero alguien ha de asumir el ingrato papel de intentar decirla y de responsabilizarse de ello. El amor hacia Villena y a todo lo que la atañe nos lleva a rogar al lector, tras agradecer su paciencia la gentileza de intentar comprendernos.
Extraído de la Revista Villena de 1965

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