UN INMENSO CAMPO DE JUEGOS Por Carlos Zapater
Publicado en la Revista Villena 2014
Estoy mirando unas viejas fotos en blanco y negro, por supuesto, me las ha pasado un amigo de la infancia: Arturo “el coleto” para más señas y son del día de nuestra primera comunión, lo que quiere decir que están tomadas exactamente en el mes de mayo de 1964.
Yo no aparezco en ninguna, pero curiosamente, en dos de ellas sí aparece mi abuela María, en ambas mirando hacia un punto en donde supongo estaría yo, oculto entre el resto de marineritos de blanco formados en doble fila, algunos de ellos mirando al objetivo de la cámara, gracias a lo cual aun puedo reconocer a varios de mis antiguos compañeros de fatigas infantiles:
Prudencio “el chinín”, el susodicho Arturo “el coleto”, Miguel “figuerola” que en paz descanse… y también a algunos de los mayores que acompañan a sus retoños, vigilantes ellos y, al mismo tiempo, despreocupados. No olvidemos que por encima del acto religioso hay un día de fiesta, una jornada para olvidar las penurias y sinsabores de la vida cotidiana.
Estamos (están) al pie de la escalera de ladrillo que sube a la replaceta del mercado de abastos, agrupados entre ésta y el “piojo” aparcado ahí mismo con las puertas abiertas, dando así la impresión de que acabamos de descender de él de vuelta de alguna excursión. Aunque yo sé que no, porque ese día, como la inmensa mayoría del resto de los días de nuestra infancia, no salimos del barrio.
Ese día, en el preciso instante en que la imagen de esta foto fue captada manteniéndola así intacta para el recuerdo, volvíamos de la iglesia después de cumplir con el “sagrado rito de la primera comunión”, como puede deducirse viendo la larga fila de personas endomingadas que viene detrás de nosotros a lo largo de toda la calle principal, desde la misma plaza de la iglesia, allá, en los confines de nuestro barrio/universo, en donde nuestro pequeño mundo acaba, en los límites del “poblao”.
En ese acotado pequeño mundo llamado Poblado de Absorción, Barrio de San Francisco… en “el poblao” pasó una buena parte de mi historia vital –la infancia y la adolescencia- que, salvando los matices propios de las experiencias y circunstancias personales, imagino no distará demasiado de la de la mayoría de los infantes y adolescentes que como yo fuimos a engrosar el censo del barrio desde sus orígenes.
Mi familia, como casi todas las que en un principio habitaron “el poblao”, venía de vivir en las cuevas cercanas al castillo y Las Cruces, familias castigadas por la falta de recursos propia de los años de posguerra, familias trabajadoras pero sin trabajo o trabajando de sol a sol por un jornal de miseria, como era el caso de muchas de ellas, incluida la mía. Pero, por fortuna, hasta ahí no llegan mis recuerdos, los que tengo son adquiridos, historias que me contaron mis padres y mis abuelos, anécdotas felices la mayoría, casi leyendas a estas alturas.
Y además esa es otra historia...
Yo fui un niño feliz, cómo no iba a serlo viviendo en un inmenso campo de juegos. Las angustias que acuciaban a los mayores no me concernían, ni a mí ni a mis congéneres, ¿cómo iban a hacerlo?, a nosotros no nos faltaba la comida, no pasábamos frío y siempre íbamos guapos y repeinados al colegio, en donde, además, nos daban una dosis extra de leche en polvo; no en vano fuimos beneficiarios del bendito Plan Marshall…
No tengo una gran memoria, como, me temo, podrá apreciarse a lo largo de estos folios, pero recuerdo como si fuera ayer mismo el día en que cogido de la mano de mi queridísima madre, no repeinado como he dicho más arriba, no: con el flequillo esculpido y el “colegial” recién planchado y abotonado hasta la nuez recorrimos el escaso centenar de metros que separan la que fue mi casa de la puerta del colegio.
El colegio…
Dicen que la personalidad de la futura persona se forja en sus primeros años de vida, años en los que tantas horas pasamos en el colegio. De qué forma no influirá entonces en nuestro desarrollo como tales todo ese tiempo vivido en sus aulas, en los patios, y la relación con nuestros maestros y con nuestros compañeros…
Muchos de los maestros que tuvimos en esos años y digo “maestros” porque las maestras estaban destinadas solamente a las niñas -la separación de sexos era la norma en aquellos tiempos- muchos de ellos, como iba diciendo, todavía venían al colegio ataviados con el uniforme de la falange: la camisa azul con el yugo y las flechas bordados en el pecho, la boina bien plegada recogida en una de sus hombreras y el cinturón con la hebilla del cisne blanco flanqueando el tablero de escaques; lo que, por otro lado, no hacía más que engrandecerlos a nuestros inocentes ojos. Nosotros aun no sabíamos nada de la historia reciente de España y lo que aprendimos en los siguientes años nos fue administrado después de pasar por el filtro de la política imperante, por supuesto.
De todas formas, mirando hacia atrás con los ojos de la experiencia que te dan los años, no veo en aquellos maestros sino a un puñado de chavales recién salidos de la escuela de magisterio con muchas ganas de trabajar y que, en conciencia, poco o nada tenían que ver con “el régimen”, supongo que vestían el uniforme falangista porque no tendrían más remedio que acatar ciertas normas –al menos algunos de ellos- y su relación con nosotros era atenta y cordial en la mayoría de los casos, obviando los capones, reglazos, etc. que entonces estaban a la orden del día.
De hecho, aun guardo con agrado en mi memoria el recuerdo de algunos de ellos, eso sí, todos con el “don” delante: Don Ricardo, un excelente pintor que nos llevaba a ejercitar nuestras dotes artísticas por los terrenos repletos de almendros y viñas que había por los alrededores. Don Javier Morales, del cual aun conservo dos libritos que me regaló al final de algún curso, dedicados y autografiados por él mismo, gracias a lo cual soy capaz de recordar su apellido.
Don Enrique, que me invitó a pasar las navidades de uno de aquellos primeros años en casa de su madre en el centro de Alicante, imagino que, al menos en parte, imbuido por ese espíritu caritativo que se supone debíamos despertar en las buenas almas los “niños pobres del poblao”. Aunque, para ser sinceros, yo era lo que se dice un niño bueno y, creo, bastante querido por los maestros, por algunos de ellos.
También guardo en la memoria a otros maestros no tan benevolentes, que son precisamente los que gustaban de utilizar con alegría “las herramientas propias de su oficio” para encauzarnos por la senda de la rectitud y de la obediencia. Verdad sea dicha, no sé si con mucho éxito. Sinceramente, creo que consiguieron más los anteriores.
En fin… Un recuerdo para todos ellos.
Pero la vida de verdad, la auténtica, estaba en la calle y transcurría desde el momento en que salíamos del “cole” hasta que oíamos nuestros nombres amplificados por las poderosas laringes de nuestras respectivas madres, conminándonos a regresar a nuestros hogares ya a la hora de la cena y el sueño reparador.
Y en tiempo de vacaciones para que contar…
Los a un tiempo interminables y fugaces días del tiempo vacacional comenzaban después del desayuno y transcurrían enteramente en la calle, solo interrumpidos por los obligados momentos de las distintas comidas. Y la calle en “el poblao” era cualquier territorio que abarcara tu intrepidez, tu osadía, a uno y otro lado de las fronteras delimitadas por la carretera de Biar y la vía del chicharra al sur del barrio y la Sierra de la Villa al norte.
Y ambas fronteras, por supuesto, eran continuamente violadas.
Las calles y el “patio” del colegio eran un todo, puesto que entonces no había valla que los separara, y eran terreno propicio para, digamos, los juegos convencionales: el futbol, el pañuelo, el tejo, las bolas, los cartones, las chapas, la trompa, el burro, la estornija…
Juegos con los que podías pasar el día entero sin acordarte ni de las sagradas comidas, a no ser, como ya he dicho más arriba, por el abnegado interés de nuestras nunca bien amadas madres.
Pero para lo que podríamos llamar “aventuras”, el perímetro se ensanchaba, desbordando los rectilíneos límites que eran las bien trazadas calles de nuestro barrio, y entonces era cuando nuestro pequeño mundo se transformaba en un inmenso campo de juegos y nosotros en sus absolutos dueños.
Teníamos, por un lado, la Sierra de la Villa a nuestra entera disposición, desde los arenales de “los guachos” hasta la “minica de los colores”, el campo de futbol –entonces abandonado y semiderruido- y todo el terreno que lo circundaba, comúnmente conocido como “el lejido”, en donde, posteriormente, fueron apiladas las traviesas de la vía del chicharra cuando fue desmantelada, y que nosotros utilizamos hábilmente para construir nuestras trincheras y cuarteles generales.
Y al otro lado de la carretera de Biar… todo lo que abarcaba la vista: El Caracol, el “campico del Magallanes” -donde montábamos memorables partidos de futbol entre pedruscos como melones-, la Casa de la Estrella, la de “la molineta” y todos los campos a sus alrededores, cuyos frutos esquilmábamos alegremente con la diabólica inocencia que te concede la infancia.
El cauce del río, desde la Casa del Alicantino hasta la carretera de Peñarubia, por senderos arenosos flanqueados de cañares y chumberas que nos transportaban a mundos de leyenda, en donde nos aguardaban temibles piratas y sus deslumbrantes tesoros ocultos…
Y al otro lado de la carretera de Biar… todo lo que abarcaba la vista: El Caracol, el “campico del Magallanes” -donde montábamos memorables partidos de futbol entre pedruscos como melones-, la Casa de la Estrella, la de “la molineta” y todos los campos a sus alrededores, cuyos frutos esquilmábamos alegremente con la diabólica inocencia que te concede la infancia.
El cauce del río, desde la Casa del Alicantino hasta la carretera de Peñarubia, por senderos arenosos flanqueados de cañares y chumberas que nos transportaban a mundos de leyenda, en donde nos aguardaban temibles piratas y sus deslumbrantes tesoros ocultos…
Y toda esa ventura a tiro de piedra del cálido refugio de nuestro barrio, a donde habíamos por fin de regresar.
Quizás nuestra madre nos estuviera esperando más preocupada que enfadada, puede que escondiendo una vieja zapatilla con la que descargar en nuestro trasero sus temores y también su impaciencia, ya que, sumergidos en nuestro fascinante mundo de aventuras sin fin, nos habíamos olvidado que había que hacer los recados: que si a por un litro de vinagre y otro de aceite y un kilo de garbanzos a la tienda de Concha “la cagarrona”; a la de la Armonía a por el pan, los huevos y el companaje. Que si vete al estanco a por un paquete de Bonanza para el papa… y si era domingo, igual hasta había una bandeja de pasteles esperándonos en la confitería de Aguedica.
Ahora que lo pienso, solo para ir al médico o al cine bajábamos “al pueblo”. Hasta “practicante” teníamos al lado de casa -bendito Marañón- con sus hipodérmicas siempre a punto por si se daba alguna emergencia, algo bastante habitual en aquellos tiempos, si mal no recuerdo.
O sea, una ciudad fuera de la ciudad. Un mundo aparte, idílico a los ojos de un inocente niño pobre que, sin embargo, lo tenía todo para ser feliz y realizarse como hombre, como persona.
50 aniversario
Por eso, un día, siendo ya un chaval –un preadolescente, vamos- y prestando mis servicios como oficinista en una importante empresa de la ciudad –en aquellos años nos incorporábamos muy jóvenes al mercado laboral- no pude dejar de sentirme sorprendido y ofendido a un tiempo, cuando, esperando mi turno en la ventanilla del Banco Hispano Americano para realizar cualquier operación que me hubieran encomendado en la oficina, oía a la señora que iba delante de mí y a la que estaban atendiendo en aquel momento pedir al empleado que ingresara una cierta cantidad de dinero en una cuenta destinada a los niños pobres del barrio de San Francisco.
Como he dicho antes yo era un chaval, perdónenme, pero aquello cayó sobre mí como un jarro de agua fría, hiriendo profundamente mi orgullo, y al mismo tiempo despertó en mí una cierta conciencia de lo que yo era y quizás ya había dejado de ser:
Un feliz y orgulloso niño pobre del POBLAO.
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