DOS "ENTRADAS" DE PRIMERA FILA
Por… José Serrano Martínez
El hombre, ya se sabe..., y la mujer, pues eso... Cuando estos dos elementos se combinan, ¡no veas!
Así de «claro» explicaba la lección de química orgánica aquella mañana Aristóteles a su discípulo Alejandro, llamado el Magno por su afición al coñac.
Era un día de la Historia de Grecia como otro cualquiera, nada especial. Profesor y discípulo paseaban por el idílico jardín rociándolo de frescas, floridas, filosóficas y fructíferas frases, porque rociar, lo que se dice rociar, ya lo hacía para entretenerse Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, actualmente Rey de Grecia y antes asentador de frutas.
Filipo deja la regadera junto al plinto de una de las muchas columnas de su clásico palacio y exclama: ¡ya está bien por hoy! con este me he regado siete rosales y medio... ahora, ¡me pinto! (Ustedes creerán que se «planta», pues no, quiere decir que se sienta, en el plinto, claro)
Mientras descansa se seca, a mano, el agua de sus ilustres manos y el sudor, a mano también, de su regia frente.
La pareja de estudiosos se acerca al Rey que está en su labor de prelavado y secado y antes de que llegue a centrifugar le dice su hijo:
—Padre, Aristóteles ha compuesto un himno
A Aristóteles: —¡Maestro, cuando quieras! a los derechos humanos. Te lo ha dedicado. Escucha y admira.
Aristóteles dirige la mirada hacia el Monte Olimpo, que este año está el 16,5 por ciento más cito (por la inflación) y lentamente, muy lentamente recita...
Coco-Gua-Gua, Coco-Gua-Gua, Coco-CocoGuá...
Filipo y el Monte Olimpo se quedan admirado y de piedra, Por este mismo orden. El primero, cuando por fin se recobra le dice: —¡Hele pico de oro! ¿Con esa parla te presentarás a sonador, verdad?
Aristóteles lo mira y contesta: —No. Filipo insistiendo: —¿No? Aristóteles rotundo: ¡N000000!
Y sin más aviso continúan ambos su paseo jardinero.
Filipo, pensativamente entristecido habla solo: —¡Qué político pierde el mundo, con la falta que hacen! Apenas tenemos 485547 y digo apenas sin contar Atenas que tiene 777776. ¡Huyy!, por un Peloponeso no es capicúa. Daré orden de que pongan uno más, así quedará más bonito.
Y en estos pensamientos estaba cuando de repente ¿quién creen ustedes que hace su «entrada» por la izquierda? ¿La Constitución? No, entra Diana, una vestal que quita el hipo, es la amiga de Filipo. A un cuerpo de distancia le sigue un galgo. Entre ellos (el galgo no interviene) se entabla este diálogo con música de Fofó:
¡Hola, rey Filipo!
¡Hola, miss Tingé! —¿Regaste ya el jardín?
¡El jardín ya lo regué!
¡Entraba a te-pedir!
¡¡A me —pedirme, ya lo sé!!
Con la insinuación se crea mal ambiente y cesan en sus cánticos los cantores.
Tus «entradas» me preocupan, Diana».
Ni que fueras de la Junta Central, cariño, le contesta ella dándole un pellizquito en la mejilla izquierda. Filipo, ya lo habrán adivinado, no tiene necesidad de levantarse para ir a la Diana, se acuesta con ella. De vez en cuando ésta le pasa la factura y hoy es día de cobro.
Pues como te decía Filipo, he venido a pedirte unas cosillas. Siempre he deseado tener algunas tierras para ir a cazar.
Filipo un poco «mosca»: —Dime lo que quieres, 'Diana.
—Poco quiero.
Pide pues.
Empieza a pedir: —Para hacer aperitivo me contento con Cascante y con Corinto.
Filipo de mala gana: —¡Tuyos son!
Diana animándose: —Para después quiero... Pinchellos, el Salse, Samotracia, Usaldón y las Casas de Asia Menor.
Filipo enfadado: --¡¡Asiaaaa!!
Diana con genio: —¿Qué maneras..? Filipo: —¡Para, hija, para!
Diana encogiéndose de hombros: —¡Ya que me pongo! Y se pone como ella sabe. Se le arrima mimosa y le entona-susurra muy cerca de la nariz:
¡Ay Filipo de mi vida... solamente en ti pensaba noche u día...
Filipo que, como todo hombre, es un ser sufriente se rinde y otorga: —Bueno, bueno, ¡vale!
Diana que, como casi todas las mujeres, es un ser pidiente continúa: —Y para postre quiero... quiero... ¡Macedonia!
Filipo le da una patada al galgo para desahogar su nuevo enfado y le grita (a Diana): —¿No te da igual un flan? Macedonia se la he prometido a mi hijo Alejandro.
Ella: —Alejandro ya tiene la sardina. Él: —No te marees que no te la doy. Ella: —¿Me la das?
Él: —Ya te he dicho que...
En este momento se oyen muchos disparos casi al unísono y luego más... y más... Filipo aprovecha esta oportunidad para cambiar de tema. Coge a Diana por el brazo y casi a la fuerza la saca a la calle mientras le va diciendo
—Vamos deprisa que ya está entrando la Virgen en Santiago y se nos va a hacer tarde.
He llegado a saber que por los años del pasado, había una ciudad entre las ciudades don¬de reinaba un poderoso Señor, Califa de los Creyentes y Rey del tiempo.
Harum-Al-Haschis, Jesús, era su egregio nombra y Billenadad el de la ciudad.
Billenadad y Bagdad eran los dos espejos en que se miraba el mundo en uno y otro confín.
De momento nos ocuparemos del espejo de acá porque Alah designó a Billenadad capital del Califato. Lo fue por largos años.
Como ciudad era bella, muy hermosa, digo era porque ahora es otra cosa... Sus palacios suntuosos con sus tapices sedosos. Fuentes de agua chorreante y refrescante rico tesoro sin cloro. Jardines de ensueño sin dueño, limoneros lisonjeros; naranjeros extranjeros de fanta y cocacoleros. Lectores Coránicos, orfebres, cerámicos. Cortesanos muy mundanos muy corteses y muy «sanos». Harenes... como unos cien, muchos baños perfumados. Funcionarios enchufados (hoy también). Astrólogos, curanderos, servidores, comerciantes, artesanos y tratantes, bufones y hasta peatones...
Supongo que el lector suficientemente perspicaz y a la vista de todas estas magnificencias, habrá identificado a la Billenadad de antes con
nuestra Villena de hoy, sólo que sin las magnificencias, sin el identificado y sin el hoy.
En Billenadad había entre otros muchos, un gran mercado propiedad de un comerciante de mal nombre «El Zoco», muy pillo él, que con habilidad mucha y escrúpulos pocos apiló gran cantidad de dinero, tanto que, podemos decir que era «pillonario».
Lo de «El Zoco», le venía de tiempo atrás. Como techo a sus vanidosas ambiciones pensó meterse en política y así lo hizo. En sus campañas electorales decía con frecuencia: —¡Eso lo hago yo con la mano izquierda! Y una vez en el poder así le salió todo.
Aprovechamos esta oportunidad para aconsejar desde aquí a los políticos que usen las dos manos, incluso la derecha.
Como dato, aclaramos que el mercado estaba entre la Mezquita Aljhama y el Kaff-eh-the (local público donde se servía té moruno). Para situarlo hoy diríamos, entre Santa María y el Tío Pere el cafetero. Realmente no ha habido un cambio notable.
En aquella zona de la ciudad había muchos palacios. Estamos en el mejor de ellos, en el dormitorio. En la cama está el Sultán. Es de noche, las diez, en la cama estés.
La escena está preparada, en esto hace su «Entrada» la muy bella Schehrezada, ojimorena y velada (que lleva velo). Saluda tímidamente al Sultán:
--¡Buenas noches, Gran Señor! —Pasa, pasa, Schehrezada. —Pues... muchas gracias. —De nada.
—¡Tarde llegas!
—Ya lo sé.
—¿Con qué cuento, por favor, tú me vienes esta noche?
—No es un cuento, mi Señor, la culpa la tiene el coche; una hora entera de espera me he «tirao» en la corredera. La calle está que da asco se ha producido un atasco como aquel tuyo en Damasco.
—Ya me acuerdo... Trae ese vino y acércate aquí a mi vera y cuéntame un cuento chino, persa, u otro cualquiera. Tienes imaginación por eso me has embrujado, cuenta la Constitución, las Cortes, lo del Senado, los Partidos... lo que quieras.
—Eso es mucho bien amado, es mucho, Señor, de veras. ¡No me hagas cruel mi destino! Yo sólo sé de Aladino, del Barbero, de Simbad, de Alí Babá y los cuarenta... Si molesto perdonad, lo he dicho sin darme cuenta. ¡No me pidáis más que sé. ¡No me saquéis de mi quicio! ¡No me ricéis este ricio! ¡No me ne lé... no me lé!
El Sultán: —Pues claro que te lé. Te le-re-lé cuando la gana me dé. ¿Olvidas quién soy? Schehrezada baja los ojos sumisa: —Eres mi Dueño, mi Amo, mi Señor.
(Estas respuestas femeninas tan exquisitas sólo se dan en los cuentos).
El Sultán: —¡Pues hale, a contar que es lo tuyo!
Schehrezada Hernández empieza a narrar:
—Erase una vez una Laguna en cuyas aguas vivía plácidamente una Monstrua. Muy cerca, en un bosquecillo de Álamos asomaba un castillo de puntiagudas torres con estrechas y largas ventanas que como pupilas de gato miraban vigilantes y misteriosas. Este inquietante castillo estaba habitado por una Genia. La Monstrua de las aguas y la Genia del castillo vivían en amor y compaña.
Con frecuencia se reunían en la arena de la orilla de la Laguna a tomar el sol y ponerse morenas, que eso favorece mucho.
Y así días y años. Como no pagaban alquiler ni sueldos, ni siquiera la Seguridad Social, los meses se les hacían larguííísimos...
Un día vieron venir a una comitiva de esclavas vestidas a la usanza china portando unos grandes cestos llenos de finas sedas, luminosas joyas, doradas naranjas.
Al frente de ellas iba una majestuosa mujer, dueña de las esclavas, que al llegar frente a la Genia y a la Monstrua les dijo: —Soy la esposa del Emperador de la China, por lo tanto soy una Mandarina y os traigo unos ricos presentes de mi lejano país. Y al tiempo que lo decía, las esclavas lo ponían todo ante ellas.
La Monstrua y la Genia saltaron de alegría y alborozo al sentirse propietarias de tanta riqueza (a nadie que le pase).
Una de las esclavas se había ido acercando disimuladamente y de pronto... El Sultán sorprendido mira a Schehrezada que se ha quedado silenciosa y le apremia: —¿Por qué te detienes? ¡Sigue!
No puedo, dice ella, he terminado mi jornada laboral.
Pero... ¿me vas a dejar otra vez a medias como todas las noches? Esto ya me lo has hecho mil veces.
—Mil y una con esta, Señor.
El Sultán con diplomacia: —¿Y no me puedes hacer una hora extraordinaria, por lo que valga?
—Me lo tiene prohibido el Sindicato, contesta Schehrezada displicente mientras se retoca el pelo. Y ante la sorpresa del Sultán se levanta de la cama y sale del lujoso recinto muy garbosa. Al llegar a la puerta se medio vuelve y le dice con guasa: —¡Hasta la vista, guapo!
El Sultán, rojo de ira, le bramó un detonante taco:
intencionadamente lo dejamos sin traducir del árabe porque este taco clasificado «S» podía herir la cada día más deteriorada sensibilidad de nuestros pacientes lectores.
F I N
Extraído de la Revista Villena de 1979
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