El antes y el después. Por MASIANO
Cuando el correr de los días se va apagando poco a poco, me acuerdo del colegio, donde los alumnos abren los libros que estrenaron en septiembre. Nunca me gustó ir al colegio, ir a clase me ponía enfermo y la cartera me pesaba más que los deberes, anhelando sólo la hora del recreo.
EI colegio sólo me gustaba el día antes del comienzo de curso, cuando abría los libros nuevos, recién forrados por mi madre en papel, para protegerlos de las manchas y el desgaste, los libros nuevos se vuelven viejos poco a poco, invadidos por huellas de dedos, marcas de lápiz y bolígrafos, también por hojas dobladas para la historia. Se pierde el brillo de la novedad, y las cosas se nublan como monedas que han corrido por muchas manos, se desgastan. Mi entusiasmo por el colegio duraba exactamente lo que tardaba en desaparecer el olor a encuadernación fresca de los libros.
¿Tenían la culpa los mayores?, ¿la tenía yo?, no lo sé.
La infancia nos gusta, porque es el tiempo de la inocencia, pensamos en nuestra infancia como un tiempo en el que no tuvimos culpa de nada. La culpa de todo la tenían otros, la culpa de como vestíamos y comíamos, de la hora en que nos acostábamos y nos levantábamos, de cómo nos distraíamos o perdíamos el tiempo, la culpa de todo la tenían los mayores.
Nos gusta recordarnos inocentes, luego viene la edad en que empiezas a descubrirte ridículo, cuando llega la adolescencia, la juventud y lo que llamamos madurez. A pesar de todo esto, no cambia nunca el gusto por la novedad, de esto se deriva que haya mucha gente cansada de su trabajo y muchos niños cansados de los libros recién comprados.
Mucha gente se queja, cansada de sí misma, el clima se renueva entre frío y calor, luz descarada de día soleado y elegante penumbra de lluvia, tempestad y calma.
Nosotros también nos renovamos, cada vez más, antes la cocina se amueblaba para toda la vida, ahora los muebles de la cocina se cambian de tiempo en tiempo, y los relojes: antes tenías un reloj para toda la vida; ahora hay quien tiene un reloj para cada estación o, incluso, para cada día de la semana, como si ahora el tiempo valiera menos.
Como si hubiéramos aceptado el placer de la novedad, el placer de la infidelidad a las cosas, o las cosas se hubieran devaluado tanto que no merecieran fidelidad.
En tiempos de nuestros padres era frecuente encontrar personas que no se habían movido de su pueblo o de su ciudad, nacieron, vivieron y murieron allí, sin más cambio que para hacer el servicio militar o en los casos más afortunados, para hacer su viaje de novios a Valencia. Ese mundo de hace cuarenta años está cada vez más lejos, por aquellos entonces no había televisión, apenas circulaban automóviles, el ferrocarril era una aventura y el avión, un lujo.
Nuestros padres todavía podían tener casa propia, guardar un puesto de trabajo aburrido pero seguro, comprar en pequeños establecimientos que pasaban de padres a hijos y acudir por las tardes o los domingos al café o al bar, donde estaba la gente de siempre para hablar de lo de siempre. Lo que pasa ahora no tiene nada que ver con aquello. Se diría que el mundo ha girado ciento ochenta grados.
Si antes el hombre vivía obsesionado por la estabilidad material, la vida de cualquier joven de hoy está presidida exactamente por el concepto contrario. Todo gira, todos giramos, cambiamos de residencia, cambiamos de trabajo, cambiamos de pareja, cambiamos de coche.
Se diría que la velocidad del mundo se ha multiplicado por diez en el último medio siglo. Hoy es francamente difícil encontrar una persona que haya permanecido más de veinte años en el mismo lugar. Y todo esto sin contar con ese gigantesco movimiento llamado vacaciones, en el que millones de seres cambian simultáneamente de lugar a bordo de ese avance tecnológico, llamado automóvil. Vivimos en casas que son nuestras, de las cuales una mayoría se encuentra hipotecada por algún banco. Nos abastecemos de provisiones en supermercados como el primer humano se abasteció en árboles y praderas, hoy el símbolo de nuestra libertad es el coche, paradigma del movimiento.
También hoy la gente elige su propio concepto de la religión, llamada de alguna manera, religión a la carta, que permite a mucha gente denominarse cristianos y al mismo tiempo creer en horóscopos, la propiedad se considera un estorbo, sobre todo si se trata de una parcela de tierra en un pueblo olvidado, cambiando todo esto por los jardines de infancia y por las residencias de ancianos. Paralelamente, el espacio de la vida en común, se transforma en un lugar inhabitable.
Acaso la sociedad moderna no nos ha llevado hace ya tiempo a una selva civilizada, ante la que el hombre se comporta como si fuera primitivo.
A juzgar por el comportamiento de algunos de nuestros vecinos, la palabra primitivo parece bien empleada.
Lo paradójico es que todo este regreso formal a la Edad de Piedra no ha venido producido por un fracaso de la civilización, sino por todo lo contrario, es decir, por el éxito absoluto de la civilización técnica.
Es la técnica aplicada a los transportes la que nos permite movernos a velocidades de vértigo, del mismo modo que es la técnica aplicada al crédito bancario la que nos permite cambiar de casa con frecuencia. La otra cara de la moneda es la que todo esto produce, estrés, ansiedad, soledad, y depresiones.
Si el sueño de nuestros abuelos era la estabilidad material, el de nuestros presentes es la estabilidad emocional. Es esto, tal vez, el precio que hemos de pagar por haber entendido la libertad en términos de velocidad.
Decididamente y en ese pendulear que caracteriza a la humanidad, el hombre moderno gusta de lo complicado. Lo cierto es que la complicación constituye, cada vez en mayor medida, el regusto de nuestro tiempo, como lo prueba de manera fehaciente el desamor por el vino, bebida noble y sencilla, y el consumo de "combinaciones", líquidos complicados que, a trueque de proporcionar rudas sorpresas al paladar, tiene la virtud de dar a quien las aguanta la certeza de que no le parte un rayo.
Cada año una novedad; en cada tiempo un nuevo brillo para cegar los ojos del alma, no ha habido otra época en la historia tan rica en novedades deleitables. Pero el más miope podrá ver sin esfuerzo que una de las características más dramáticas de nuestro tiempo es la insatisfacción.
¿Qué quiere, qué busca, qué placeres satisfacen al hombre de hoy?. El hombre de este tiempo ha vendido su alma al diablo para poder adquirir cada día mayor número de "novedades", y el Príncipe de las tinieblas le paga con la violencia y el vacío. He ahí esa miseria en que ha venido a caer todo lo más noble. Por todo esto, comprar con todas las facilidades no ha contribuido a otra cosa que a la más vil mediocridad en tanto cruje el universal bostezo de la insatisfacción.
En resumen, la complicación domina en todos los aspectos de la vida, por lo que el ser humano, al no poder comprender el mundo que le rodea, camina a trompicones, aterrado por el enigma que se le ofrece a cada vuelta del camino.
Nos hemos complicado la existencia hasta el punto de que no queda tiempo para pensar y así, la mayoría de nuestros actos los realizamos impensadamente.
No se trata ya, pues, de tener dinero, sino de carecer de la sustancia espiritual que se corresponda con lo que hemos adquirido para nuestro deleite. Porque ya hasta la misma conversación es como una ofensa al sentido de la vida de estos años. Conversar es sinónimo de perder el tiempo. Por esto, cada vez hay más cosas en los escaparates, y cada vez, como consecuencia, mayor influjo del dinero en el desenvolvimiento, no en el desarrollo de la sociedad. La aparición de "novedades" no tiene límites.
Extraído de la Revista Villena de 1996